Siempre supieron que aquellos cuerpos carcomidos por cicatrices, aromas y silencios eran sus atalayas de libertad.
El único lugar del mundo donde el mundo era un lugar.
El abismo donde todo se detenía. Donde las pausas se daban. Donde las caricias eran palabras escritas con la punta desgastada de los suspiros.
A los dos les bastaba con desnudarse la mirada entre una multitud de abrigos para sentirse cerca. Como si estuviesen en el salón de casa. Al calor que desprenden las gotas de lluvia del invierno observadas desde un cristal con vahos en sus esquinas.
A él le gustaba recorrer su espalda para sentir cómo su piel se desabrochaba en escalofríos tibios mientras los relojes perdían la noción del tiempo.
A ella le enloquecía peregrinar por su cintura, para volverlo loco y que, en su locura, pidiera a gritos entrecortados que siguiera, sin descanso y sin mirar atrás, hasta que la demencia acallara a su boca.
Ambos se deleitaban saboreando el sexo del otro, esmerándose en cada pausa, succionando cada pliegue, dejando claro que el mañana es una quimera y que en esos momentos sólo valía disfrutar del instante.
Y en esos instantes… y en todos los demás momentos se amaban y eran amados.
Se querían y eran queridos.
Tenían a alguien bajo el sol del atardecer cuando todos se habían ido.
Cuando todo se había acabado.
Cuando nadie te abrazaba.
Cuando comienza el olvido.
Cuando se escriben ecos de soledad.
Cuando sabes que no todo está perdido.
Cuando dos suman la cantidad de uno.
Cuando el uno despoja adoquines de latidos.
Cuando el amor se despluma entra sábanas de esperas.
Cuando la espera es la esperanza que queda para no darte por vencido.
Cuando todo merece la pena, si esa pena se acurruca sobre tus oídos.
Cuando el silencio no hiere. No molesta. No mata. Y se queda a respirar en un rincón, con la boca ensangrentada de derribos.
Nadie les dijo nada. Pero siempre supieron que sería así. Que aparecerían así. Que se tendrían así.
El uno junto al otro.
El otro junto al camino. Ese sendero de lozas prendías sobre versos tallados y vencidos.
Esos romances que hablaban de lo que eran cuando apenas se habían sentido.
Esos recuerdos que hacían oscilar la balanza en sonrisas y escalofríos.
Siempre lo supieron.
Y supieron también que estarían condenados a purgar sus delirios...
Y supieron también que sus dedos calmarían los ruidos...
Y supieron también que sus nombres se rubricarían por los siglos de los siglos...
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