El teléfono sonó de madrugada
despertando a las paredes y desvelando al sueño.
Tras encontrarlo, vio que era un mensaje de voz, asusurrado y arrancado del desván de lo imposible, y que decía algo así como:
“sé que es tarde, pero…
acabo de llegar a casa,
y mis labios huelen a ti,
mis dedos han sido tuyos
y aun me tiembla la espalda.
Los gemidos de tus miradas
se han vuelto a sonreír
al enfrentarme al espejo de la entrada
y no sé lo que has hecho a mi piel
pero la palpo y sigue aun erizada
con esa forma tan simple que tuviste de decirme
-mientras me besabas el ombligo-
que era la casualidad
más necesaria de tu vida”.
Tras escucharlo un par de veces…
La madrugada se hizo eterna.
La sonrisa se derramaba por los pasillos.
Las ganas de más hicieron sendero.
El sí la pudo al no.
El quizás se borró de la ecuación.
El puedo le dijo al quiero que lo recogería en la esquina del sueño.
La suerte y el destino deambulaban abrazados en torno a una cama desecha y agotada.
Y aquella noche al fin, …
los miedos huyeron por las ventanas y los latidos durmieron a pierna suelta mientras el corazón hilvanaba una nueva ilusión por encima del dobladillo de las heridas y de las costuras de sal.
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