Me asomo al balcón de casa cada tres horas para estirar las piernas y engañar a mi manera al subconsciente. Son tres semanas encerrados entre libros y preocupaciones, y el cansancio va haciendo mella.
Y para rematar la faena, las nubes dibujan en el cielo que hoy es Lunes Santo.
Ese día en el que los izquierdos son punta de lanza. Las traiciones están a la vuelta de la esquina. La Vida florece tras la muerte. El Amor es un sacrificio bañado en aguas cristalina, bajo una temperatura constante, enajenada, perpetúa.
Y como les decía, asomado en ese espacio minúsculo de libertad voy entendiendo a todo aquel que se queda en su hogar a comulgar silencios mientras a Dios se le anda mentando entre goterones de cera y bullas de adolescentes.
Y entre esos hijos descarriados está mi vecino. Un hombre educado, pero ajeno a todo esto.
Es curiosa la escena. Cada cual con sus miradas. Cada cual alimentando - a su manera- los fogones de su alma.
La mía está macerada por dobladillos, estampas y emociones. De fondo siempre se escuchan marchas, aunque no me sepa los nombres. Y en las alcobas de mis besos siempre huele a garrapiñadas tostadas y a incienso.
Soy Cofrade.
Con mayúsculas, cincuenta y dos semanas al año y sin letra pequeña. Muero con esto. No entiendo mi vida sin esto. Y voy de frente. Así soy y así seguiré siendo.
La de mi vecino… la verdad es que desconozco la vida de mi vecino; pero ayer me dio una guantá sin manos que aún me duele al palparme la cara, al mirarme de reojo y decirme…
- No olvides, querido Alberto, que el Hombre se inventó la Semana Santa para que creyéramos en Él.
Así sea..
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