Llevo años mirándote de soslayo. Con la mirada nerviosa. Con las manos metidas en los bolsillos. Con el deseo en los labios.
Conozco de Ti todo aquello que tu me dejaste un día conocer, tras un otoño de vaivenes y un invierno de fríos y cafés a media tarde, escribiendo tu nombre en los vahos de las esquinas en una despedida amarga y arrepentida.
Éramos dos adolescentes caminando de puntillas por la cuerda navegable de un sueño; el tuyo era que me quedara en ti. El mío era el de quedarme en tu ser, beberte a sorbos tras cada amanecer, sacudirnos el llanto tras cada parto de azahar, y salir a correr descalzo por los zaguanes de tu memoria.
Pero no pudo ser.
La edad. Las prisas. El miedo…
La cobardía. El camino fácil. El no querer apostar por mí…
El negarme. El negarte. El negarnos a ser felices.
Y la herida duele. Como un recuerdo desarmado. Como un amor olvidado. Como una refriega de calles adormecidas por el viento cuando el frio arrecia y la escarcha se queda a dormitar en las sombras de las ventanas.
Pero es nombrarte, y las cosquillas revolotean a su antojo por mi piel, sacudiéndome por dentro y por fuera las ganas de estar en ti, de pasear por tus escombros y descubrir esa luz que te baña la mirada entre campanas y azoteas.
Nos debemos un paseo por la cintura del río. Necesito palpar tus adoquines a la altura de tus palabras. Y deseo que me desees como la primavera te desea cuando el calendario arranca sus deseos de papel de las paredes del tiempo.
Seré un hombre cuando mis latidos resuenen como campanas puras en el aire y pueda asomarme a otear tu cuerpo para susurrarte aquello de…
Qué fácil es caminar cogido de tu mano..
FOTO: Fran Silva
Artículo publicado en la Web https://capitaneados.com
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