Las madres tienen un sexto sentido que les permite saber dónde están todas las cosas guardadas, saber cuándo tenemos fiebre o hambre, y saber cómo curarnos las heridas del alma simplemente con un beso sobre la frente.
Las madres son esa fuente de vida donde los hijos y las hijas bebemos cuando ni siquiera sabemos que tenemos sed.
Las madres son las ausencias más duras, los duelos más eternos, el abrazo que más falta nos hace cuando el frío nos cala hasta los huesos.
Las madres son ese boceto de Dios que el tiempo dibujó con lápices de arco iris y que son el lugar más seguro del mundo.
Las madres convierten un infierno en un juego de cosquillas…
Las madres existen para que la vida se refleje en ellas…
Las madres son ese rosal del paraíso que te acuna en su vientre durante nueve meses y que siempre echas de menos…
Las madres son las madres…
Y cuentan que una noche, en esta casa, el Señor de Bondad no paraba de mirar por las ventanas y la tristeza le inundaba el rostro.
Llevaba días, semanas apagado…
Y su madre, como buena madre, no intuía, sino que sabía lo que le pasaba.
Sin decirle nada, esperó a que las calles se fueran a dormir, y con unas cuantas velas humeando penumbras, Ella se sentó a remendar rezos y a calmar plegarias, las de su barrio, las de su gente, las de su alma…
Y al ponerse el delantal y las babuchas, le pidió a su hijo que le hiciera un té, y al ponerlo sobre la mesa, ésta le cogió la mano, entornó sus ojos en busca de los ojos que una vez parió…y le dijo…
- Creo que va siendo hora de que vuelvas por unas horas al Santuario de San Juan Grande y repartas, en mi nombre, Salud entre los enfermos.
El Señor de la Bondad, con una sonrisa inquieta, le dio un beso en la mejilla, aguardó a que la noche se despertara, y días más tarde, con un grupo de hermanos se acercó hasta ese lugar donde los pasillos se pintan con miedos y preguntas.
Allí estuvo con los enfermos, rezando, paliando el dolor enfermizo de la muerte, haciendo que el yugo de la espera fuera más liviano y las lágrimas fueran más ligeras.
Allí estuvo con los mayores, sentándose a su lado, como si fuera un familiar más, intentado disimular el tiempo descosido para decir adiós.
Allí estuvo, allí se hace presente, allí volvió a ser feliz… porque una vez más se sintió esa víspera del cielo, esa nube de calma, ese reflejo en el espejo…
El Señor de Bondad estaba en la casa, donde correteó, donde se le cayeron los dientes, donde entendió que su llegada al mundo serviría para que el mundo no siguiera en un destierro de fe.
Y mientras Él estaba allí, revestido con una bata blanca de esperanza, su madre aguardaba aquí, hilvanando penas junto a las vecinas del barrio, las que poco a poco la van queriendo, conociendo, hablando…
Pasado los días, el Señor regresó henchido, saciado, lleno de vida y de abrazos.
Traía los bolsillos colmados de besos y de recuerdos, y sólo tenía ganas de contarle a su madre todo lo que allí había vivido.
Pero no hizo falta, pues las madres son las madres, y al verle el brillo que traía en los ojos, Ella supo que su Hijo había sido feliz, y al despedirle para llamar al sueño, simplemente le susurró:
- Hijo, ahora, sólo tenemos que tener paciencia y esperar a que los enfermos de este barrio vengan a sanarnos a nosotros.
Comentarios
Publicar un comentario