La otra tarde vi atardecer sentado en un escalón de la plaza de San Miguel, bajo el refugio de piedra que el arcángel tiene en nuestra ciudad, y desde el que divisa soleras, abolengos y albarizas.
Al sol le costó soltarle la mano a la tarde. La luna se asomaba impaciente por el visillo de la noche. La última brisa del verano desplazaba nubes con suspiros esbozados.
Y allí, ante sus azulejos, sus arbotantes y sus turistas, con el silencio cabalgando por mis ideas, me sentí de nuevo preso de esa iglesia a la que todos los días del año le guiño un ojo.
Me gusta su planta. Sus hechuras. Y si anduviera, hasta sus andares.
Me gusta cómo, sin levantar la voz, es el epicentro del skyline jerezano que uno observa cuando arriba a Jerez procedente de la bahía.
Me gusta todo de Ella… porque Ella nació para ser gustada.
Es una dama silente que otea nuestras fronteras y remienda -a su manera- las humedades de nuestras miradas cuando estas desmienten verdades, siendo una experta en sanar esas heridas que el alma se guarda en un pliegue de su propia piel tan sólo con abrir algunas de sus puertas.
La he fotografiado mil veces, ya sea desde calle Barja o encuadrándola en torno a la calle Santa Cecilia, y siempre pienso que sus piedras desprenden un aroma que jamás podremos saborear, pero que endulzan los pasadizos de nuestros reflejos.
Si el olvido alguna vez llega a posarse en mis labios, que mis huellas se desmoronen cerca de las sombras de esa bendita iglesia donde Dios duerme una nana de penumbras y el vientre de su Madre es un rosal de versos sin costura.
San Miguel… esa torre campanario que apuntala nuestras esquinas y que habita en los recuerdos de los que nacimos bajo la luz barroca e imborrable de Jerez.
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