Cuando Tino dejó en una bambalina del Falla su reloj detenido por las emociones, el Dios Momo sabía que su regreso al templo de las coplas sería cuestión de tiempo.
Un tiempo que se precipitó por el callejón de las ausencias, por aquella lanza que una noche él sintió cómo le quemaba la razón y por la falta de esos besos que -al consumirse en un adiós eterno- le hizo detenerse en los pasos de su infancia.
Es lo que tiene el tiempo, aliados que susurran al oído de qué color son los coloretes que a uno le hace sentirse feliz; y Tino es feliz haciendo carnaval.
Por eso ha regresado…
Para sentirse feliz. A su manera, a su estilo, a su libertad. Escribiendo lo que su guitarra y su voz hablaban bajito en el lavaero de sus tardes y en el tic-tac de sus silencios, sin más pretensión que desandar el sendero del adiós para regresar a Cádiz… su Cádiz.
De ahí esa música de pasodoble, ese tipo abocetado sobre una orilla del mes de febrero, o ese forillo de piedra donde los poetas carnavaleros descansan, pero cubren sus nombres con el salitre de La Caleta.
De ahí esos nervios del estreno, ese bastón canalla y viñero, o ese cogerte de la mano en el estribillo para llevarte volando al paraíso de nunca jamás.
Y de ahí esa sensación de agradecimiento con su reencuentro consigo mismo, o ese tributo al carnaval, o ese tipo arlequinado que enamorará a la Tacita de Plata cuando la luna se asome al baluarte de los sueños.
Febrero… Tino ha vuelto. Y lo ha hecho con el diapasón de sus canciones deshojando 3x4, con el bombo de su corazón henchido de versos, y con el reverso de un disfraz que sabe a papelillo, a tablao y a retales donde las miradas se gaditanizan con los abrazos.
Gracias Tino por volver, y espero que esta vez tardes mucho tiempo en marcharte..
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