Desde
pequeño crecemos con el convencimiento de que la esperanza esconde esa última
mirada que nos encuentra entre la multitud; que en el silencio de la noche guarda el último aliento
que nos empuja a seguir; que sin abrir la boca nos ofrece las últimas palabras
que hacen que de golpe se sequen la lágrimas que tiempo atrás abandonaron nuestras
mejillas.
A medida que nuestra
piel tarda más tiempo en mudar su color, una voz consejera, surgida del lugar
más inesperado, nos hace ver que la esperanza es lo último que se pierde, pero cuando
te armas de valor para preguntarle cómo se cuida, dónde habita o cómo se acuna para
que nunca nos falte, no hay respuestas ante este misterio de la vida.
Yo, que he esperado
para ser mayor y encontrármela por la calle, o sentirla entre los acordes de
una melodía, o abrazarla en la infinita paz que nos ofrece un atardecer de olas
y espumas de invierno, aun no la he encontrado, y lo peor de todo, es que
siento que la he perdido.
Perdido porque ya no sé
qué a clavo agarrarme ni a que santo rezarle para que mis bolsillos no sólo
sean refugio de arenas y desilusiones.
Perdido porque lo que
veo a mi alrededor dista mucho de cambiar, por orgullo, por pereza, por indolencia,…
males que se quedan a dormir a pierna suelta tras las luces que adornan
nuestras calles estos días.
Perdido porque a medida
que pasan los meses, noto como el tiempo se está riendo a carcajada limpia en
las esquinas de mi vida, ganándole la batalla a lo que un día quise ser y que -hoy
por hoy-, aún ni siquiera he alcanzado a pellizcar.
Esperanza, desde aquí
te tiendo mi mano para que abraces mi corazón, y por favor, si alguien aun no
la ha perdido, que la comparta.
Yo la compartiría, pero es que hay algunos aspectos en los que ya la he perdido para siempre. Lo poquito que me queda, para ti. Hay cosas que no se arreglan ni a martillazos, ni con toneladas de cariño, ni con toda la buena fe del mundo.
ResponderEliminarHay que aprender a dejarlas correr.
Besos