Desde siempre, mi Navidad comienza cuando el árbol de mi vecina ilumina la calle donde aprendí a caminar.
Es justo ahí, en ese momento cuando los recuerdos sacuden lo que soy, y me doy cuenta de que al barrio la faltan saludos, y a mí me faltan abrazos.
Pero la vida sigue. A su manera. A su antojo. Escribiendo con tiza de colores sobre dos rayas lo que a ella y solo a ella le sale de su alma.
Y ahora ella nos dice que nos toca ser feliz; o al menos parecerlo.
Toca sonreír aunque tengas el pecho abierto.
Y toca buscar cobijo en torno a coplas de nana y panderetas sueltas.
Y entonces es cuando me pongo frente por frente a la vida y le digo que para mí, la Navidad es un refugio de mí mismo.
Es mirar al cielo y echar de menos demasiados ojos.
Es releer un camino que quiera o no quiera, me ha traído hasta aquí.
Nadie es perfecto; y a estas alturas de mi vida sólo pretendo que al respirar por las noches, mis sábanas me permitan conciliar un par de rezos.
Quizás algún día vuelva a sentir repelucos en la piel cuando llegue la Navidad.
Quizás algún día, la Navidad no duela como duela a día de hoy y la vida me enseñe otras luces con las que soñar.

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