Cuentan las Sagradas Escrituras que en el más humilde de los pesebres, María y José colocaron a Jesús y le cantaron una nana.
Y yo creo en eso que pasó hace más de dos siglos a ciegas.
Creo en María como primer tabernáculo, como primera costurera de esperanzas, como primer sendero para encontrar y hallar la luz.
Creo en ese Dios hecho hombre que, por mis pecados, daría su vida sobre un madero de sangre.
Y creo en la honestidad del mundo, en la sinceridad de la gente buena de corazón, en la que no engaña ni hace daño.
Creo que a pesar del rencor y el egoísmo que me rodea, en torno a mis nubes y mis calles, hay personas que merecen la pena, que te ponen un mensaje, que se acuerdan de mí cuando ni los espejos me devuelven los reflejos.
Y es ahí cuando más creo en Dios, cuando más me doy cuenta de que la vida es… un paseo, un lienzo, un abrazo a medio despertar.
Sin ese pequeño gesto de volver a nacer, la vida sería una sucesión de días sin más.
Naciendo, Dios te susurra eso de “confía en mí, que jamás te soltaré la mano…”
Y esa mano, Dios te la aprieta con amistades, con silencios, con lágrimas; con sonrisas, con miradas, con brindis; con atardeceres, con prisas, con regalos sin papel de envolver.
Y a mis cuarenta y tantos eneros, yo sigo creyendo en ese milagro de Belén porque gracias a él, todo lo que respiramos y vemos tiene y cobra sentido.
Así que respira, y observa a tu alrededor… que Dios ha vuelto a nacer.
Feliz Navidad.

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