La Madre de Dios albergó en su vientre a la luz del mundo para que el mundo tuviera un faro que lo iluminara.
Y ese faro alumbra las oscuridades más duras y los pasadizos más fríos de nuestras primaveras cuando éstas se consumen tras las puertas de un hospital.
Es ahí cuando te das cuenta de lo vulnerable que somos, y miras al cielo y silabeas rezos con la garganta ensangrentada en dudas.
Nadie está libre de ese miedo que atraviesa tu piel cuando tu vida ya no depende de ti.
Nadie quiere estar ahí cuando el destino juega con tus latidos a los dados.
Pero entonces, cuando la luna empieza a mostrarte su otra cara, surge Ella, la Madre de Dios, la Esperanza del mundo que, con su mirada y sus silencios, te aflojan la soga, te secan las lágrimas, te ahuyentan a la soledad.
Esa Esperanza es la que a su manera vive en tí sin que tu lo sepas, y suspira a tu lado, te ve crecer, te ve reír, … y guarda entre algodones un cielo de besos y de abrazos que llevan tu nombre y el suyo.
Es la que nunca te deja a solas.
La que siempre está al otro lado del abismo.
La que detiene los pulsos de los tiempos.
Aférrate a Ella.
Dile que la quieres. Que la amas. Que la necesitas.
Esa es su verdadera misión en esta valle de días y noches.
Y nadie, nadie, nadie… debiera de poner en duda eso… porque Dios no hace las cosas a su libre antojo, y no hay rayo de vida más dulce en la faz de esta tierra que el que lleva en sus ojos la Virgen de la Esperanza.
Fotos: ABC
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