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Busquets

 


Que el mundo se ponga en pie y guarde silencio, que cuelga las botas Sergio Busquets.

Y se nos va el ancla, el metrónomo, el arquitecto silencioso de uno de los mejores equipos de la historia del fútbol y de la Selección Española cuya grandeza radicaba en ser tan sutil que apenas sabíamos que estaba, hasta que aparecía.

Busquets nunca fue un futbolista espectacular. 

No poseía la velocidad de un extremo, el regate de Messi o el último pase de Laudrup.

Su genialidad era mucho más simple, una mucho más racional y, por ello, más difícil de cuantificar en estadísticas o resúmenes de mejores jugadas. 

Su trabajo era el arte de lo invisible: hacer fácil lo complejo, estar siempre donde el juego lo requería un segundo antes que los demás, y ofrecer una salida limpia de balón bajo una presión asfixiante.

Ya lo sentenció Vicente del Bosque con una frase que ha pasado a la posteridad y que resume su esencia a la perfección: "Si ves el partido, no ves a Busquets. Si ves a Busquets, ves todo el partido". 

Con él en el partido, el sistema operativo funcionaba de manera precisa ya que en torno a él corrían todas las aplicaciones ofensivas y defensivas de cualquier equipo. 

Era el vértice inferior del triángulo que formaba con Xavi e Iniesta, el hombre que les daba la libertad para crear, sabiendo que sus espaldas estaban custodiadas no por un destructor, sino por un ordenador posicional.

Busquets no solo ocupó una posición; la reinventó.

Transformó la figura del "pivote defensivo", tradicionalmente un especialista en la contención y el músculo, en el primer constructor del ataque. 

Que se lo pregunten a Riquelme

Su inteligencia posicional no era defensiva, sino proactiva. No esperaba el error del rival, sino que lo provocaba al cerrar líneas de pase que los demás ni siquiera habían detectado. Su icónico control orientado y su capacidad para proteger el balón con el cuerpo no eran un simple recurso técnico, sino una declaración de principios: la calma y la inteligencia prevalecen sobre la fuerza bruta.

La pelota se movía a su ritmo. Su tempo marcaba el compás del juego. 

Cuando él aceleraba, el equipo encontraba verticalidad; cuando pausaba, el equipo respiraba y se reordenaba con el balón. Era el corrector táctico en el campo, el entrenador dentro del césped que garantizaba el equilibrio, el que ordenaba y limpiaba los desastres y los fallos de los demás.

Y se va sin hacer ruido, apagando la luz al salir y dejando un vacío que será difícil de reemplazar en la zona media del terreno de juego.

Qué lindo fue verlo jugar.

Que jugador tan lindo.

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