Recuerdo el primer partido de Raúl disputado en La Romareda ante el Zaragoza.
Recuerdo su primer gol en el Bernabéu ante el Atlético de Madrid a pase de Michael Laudrup.
Recuerdo cómo mandó a callar a todo un Camp Nou.
Y recuerdo la fe ciega de Jorge Valdano en un chaval de apenas 17 años que derribó la puerta del vestuario para quitarle “su” sitio en el once titular a toda una leyenda como Emilio Butragueño.
Y es que hay jugadores que marcan una época, y luego está Raúl González Blanco.
Más que un delantero centro al uso, para muchos Raúl fue la encarnación de la garra, el escudo y el gol.
No hacía falta ser un experto en táctica para darse cuenta de que por las piernas curvas de Raúl destilaba la grandeza de un tipo que llevaba el fútbol de la calle en sus venas.
Cada partido era una masterclass de ćomo moverse en el área rival y era una clase magistral de cómo la inteligencia disputaba los 90 minutos, desde el primero hasta el último.
No era el más rápido. Ni el más fuerte. Ni un diez en nada. Pero sí un 8,75 en todo lo demás. Y su olfato de gol era insuperable.
Parecía que sabía dónde iba a caer el balón antes que nadie.
Recuerdo esas picaditas sutiles, esos remates casi de puntera para descolocar al portero, o el simple hecho de estar en el lugar justo para empujar el balón a la red...
Raúl fue la devoción particular de mi madre, la más pura constancia y el amor mas sincero al oficio de futbolista.
Su fútbol no estaba basado en destellos ocasionales, sino en vislumbrar y cuidar y proteger una máquina de marcar cuya naturaleza per se era el esfuerzo y la dedicación desde cualquier posición del campo que funcionaba temporada tras temporada, entrenador tras entrenador.
Decir Raúl es entender que el número 7 era algo más que un dorsal a la espalda.
Era el del chaval salido de la cantera que se quedó dormido en el autobús el día antes de su debut; el de la Colonia Marconi; el que llegaba al campo de entrenamiento en metro y con la cara de inocencia.
Era el que no daba un balón por perdido; el que corría por el primero y por todos sus compañeros; el que supo representar mejor que nadie los valores que se le piden a un capitán.
Era el fútbol de calle. El de la picardía. El que se jugaba cuando se ponían dos piedras a modo en poste en cualquier plazoleta y ganaba el que marcara el último.
En un fútbol cada vez más de estrellas fugaces, su compromiso y su espíritu de lucha lo convirtieron en un símbolo inmortal.
A Raúl no se le pudo reprochar nada.
Él te devolvía el precio de la entrada en cada partido viendo a un jugador extenuarse tras cada balón y sudar la camiseta como si no hubiera un mañana.
Por eso, su legado va mucho más allá de los títulos; es una cuestión de identidad, orgullo madridista y, de elevar a los altares ese fútbol de pillería que, se tiene o no se tiene.
Decir Raúl es nombrar a un jugador especial que hizo de su amor por el fútbol una de esas historias que marcaron leyenda.
Yo podré contarle a mi hijo que vi jugar a Raúl.
Yo podré decir de Raúl que lo vi jugar.
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