Luis Enrique es un tío que, o te cae bien, o te cae mal; y a mí desde que Tasotti le rompió la nariz vistiendo la camiseta de España, me cae muy bien.
Y me cae muy bien porque es trasparente, limpio, sincero.
No se casa con nadie, excepto con sus ideas y sus valores, y va con ellos a muerte.
Su discurso está plagado de sensatez, de liderazgo, de esa verdad incomoda que a muchos les asusta, pero que a él le permite nadar a su anchas en aguas turbulentas sin necesidad de flotador.
Conoce como pocos este negocio y así lo expone. Sin paños calientes. Sin agachar la cabeza.
O lo tomas o lo dejas.
Y gracias a esa forma de ser, tiene tantos enemigos como amigos en esto maravilloso circo llamado fútbol.
Pero a veces el fútbol se ve atropellado por la vida. Y Luis Enrique, cuanto más se aleja del fútbol, más se acerca a la vida, más humano se vuelve, más enseña sus cicatrices y su piel.
Y tengo la sensación de un tiempo a esta parte que este tipo se anda muriendo por dentro y va por ahí sanando a su gente. A sus jugadores. Y a la pelota. La que encontró en él a un rebelde con causa. A un jugador con un toque exquisito. Ese que hizo de la llegada al área una seña de identidad y que tenía en el gol un grito de liberación.
El corazón de Luis Enrique poco a poco vuelve a sonreír.
La vida, y el fútbol, se lo debía.
Desde el cielo lo cuidan.


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