Al besar, presionamos los labios contra la piel de otros labios como una expresión social de afecto, de saludo, de respeto o de amor.
Es algo innato que el ser humano lleva en su ADN, y desde pequeño comparte con los demás, bien por imposición paterna, bien por imposición social.
Besar es la quimera del amante, el bálsamo del verso enamorado, el trofeo que Cupido muestra orgulloso al recoger las flechas del suelo y marcharse a casa con la sensación de que su trabajo ha dado comienzo.
Todo el mundo guarda entre sus recuerdos el primer beso de juventud, aquellos besos robados en los zaguanes de la imprudencia, los que fueron acariciados con la luna como testigo, los que venían con fecha de caducidad o los que en su día destilaron pasión, sábanas y desayuno.
Pero hay un tipo de beso que es propio del cofrade; nacemos con él, nos criamos con él y necesitamos de él para ir sumando encuentros y cuaresmas.
Es aquel que depositamos sobre la madera de un Dios que engalana su escarnio entre ungüentos de padrenuestros, que le hacemos bajar de los altares para rezarle a los ojos, que sabemos que apenas será correspondido pero lo depositamos con todo el cariño en la alacena de lo vivido.
Llegamos hasta su casa, lo vemos entre la turba, y aguardamos nuestro turno para decirle -en un simple beso-, que por su culpa seguimos respirando el aire de estos cielos.
Y cuando nos toca nuestro turno, un cántaro de peticiones desfilan por nuestra sangre, un mar de súplicas se ahogan sobre los nudos del tiempo, un agradecimiento se cuela en nuestra piel, en nuestra huella, en nuestra mirada…
Puede parecer un beso más, pero en el fondo es un rito que tenemos con las sombras de la ciudad, con la luz de los domingos, con la eterna víspera que se escapa de nuestras manos.
Besar la madera donde Dios se ha quedado a respirar…que regalo para nuestros labios..
Artículo publicado en el portal Inriinformacion el 25 de febrero de 2015
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