Tengo una repisa en casa donde voy colocando el nombre
y las hazañas de aquellas personas a las que admiro y me hacen feliz a partes
iguales.
Nombres
como Arturo Pérez Reverte, Antonio Martínez Ares o Miguel Induráin, conviven
con Olga Viza, Jorge Valdano o Pep Guardiola.
El
último en llegar a ese rincón de mi alma reservado a hablar de las cosas de Dios
ha sido Alberto García Reyes.
Reconozco
que ando preso de sus letras, de sus hechuras de periodista, de su forma de
describir los quejíos del mundo… pero, sobre todo, claudico ante su pregón
de la Semana Santa de Sevilla de hace dos años.
Y
más, desde que hace un par de lunas me lo dedicara tras saludarlo y quedarme
sin palabras ante su presencia.
Para
mí, ese pregón tiene una calidad literaria y una hondura sentimental que sólo
las plumas privilegiadas pueden escribir, declamar, regalar.
Ese
pregón es un paseo por la cintura de la Macarena, por los ruegos malvas del
Señor de San Lorenzo, por los ecos amargos de la Esperanza de Triana cuando la
calle Pureza es una soleá de pétalos, desgarros y estertores.
Ese
pregón es una media verónica en la que García
Reyes declaró su amor incondicional hacia Sevilla y sus rincones, hacia sus
anversos y sus reversos, hacia sus zaguanes y sus despertares de primavera.
De
mayor quisiera escribir como él lo hace, deteniendo el tiempo cada vez que con
su voz abre el tintero de sus suspiros y con sus silencios traza versos que
desnudan recuerdos, espasmos y miradas.
Al
escucharlo o al leerlo, la melodía de ese pregón descorre los portones de mis
impaciencias, los manojos de mis desvelos y dibujo sin pincel un atardecer
donde la fe es atravesada por chorreones de cera.
Alberto,
que tu escritura sencilla siga siendo el andén que me lleve a Sevilla…
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