Jerez guarda como un tesoro, entre sus muros y
callejas, una de esas miradas hilvanadas por la pátina de la dulzura que nos
hace entender -al mirarla-, el significado de la palabra amor.
Amor
por Ella. Amor hacia Ella. Amor entregado, sin remisión y a tumba abierta.
Y
es que Ella vive deshojando promesas entre piedras mudéjares y ecos de una
plaza anclada en el tiempo.
Ella
acaricia con su aroma a pétalos a todo aquel que va a buscarla una vez que ve la
puerta de la Iglesia de San Dionisio abierta.
Ella
convierte en alegría las penas de cada día, en calma la ansiedad de la noche,
en fiesta el rezo.
La
Pastora de San Dionisio es un ejemplo pasional de entrega a María, sin fisuras,
con el corazón latiendo a borbotones y la piel vaciándose en cada beso.
Los
pastoreños entienden la vida de otra manera, y la vida sería otra si la
entendiéramos como la viven ellos.
No
es cuestión de aceptarlo o no. Es cuestión de respetar su forma de ver el mundo
y su forma de amar a la niña de sus ojos.
Ante
un árbol y bajo su sombrero, Ella espera pacientemente agarrada a su cayado que
volvamos a sus plantas cada vez que nos torcemos, cada vez que nos perdemos,
cada vez que olvidamos que nuestras sombras son de cenizas.
Por
eso, una tarde de junio al año, las calles se engalanan para Ella, las horas se
alargan con el compás que marca Ella, y Ella otea los adoquines del centro con
la sonrisa puesta, sonrojándose de felicidad cada vez que alguien sonríe ante
su presencia.
Ella
es un diamante en sí, es un guiño del cielo que habita entre nosotros, es una
caricia del destino que jamás nos suelta la mano… pues en sus manos anida
nuestro destino
Pastora…
que bonito nombre tienes.
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