Por
culpa del insomnio galopante que el destino me tiene reservado, desde hace un
par de meses aprovecho la primera hora de la mañana para calzarme mis
zapatillas deportivas y salir a dar una vuelta por los alrededores de mi casa.
Después
de probar mil remedios caseros para volver a conciliar el sueño, he encontrado
en pasear un momento de tranquilidad que ahora mismo no lo cambio por nada.
Porque
es mi momento para perderme en los silencios de mi ciudad antes de que el
despertador de la costumbre comience a cumplir su incomprendido cometido.
Porque
es el momento en el que las farolas comienzan a apagarse tras horas de
vigilancia nocturna, en el que las calles se terminan de colocar, en el que el
sol comienza a dibujarse en el horizonte de un nuevo amanecer.
Y
porque es el momento en el que detengo en seco a la vorágine del día a día de
la que me siento preso, y valoro que hubo un tiempo en el que no era esclavo de
las redes sociales; saboreo que el mundo no se acaba en un nuevo mensaje o en
un me
gusta virtual; y camino de puntillas -casi sin molestar-, por la vereda
de las cosas importantes que me rodean.
Por
eso, cuando a esas horas salgo a la calle sin móvil, sin apenas dinero, y a
veces hasta sin reloj,… me lavo la cara con el fresquito de la mañana, me visto
con recuerdos del ayer y me ilusiono con el próximo presente.
Apenas
oigo nada a mí alrededor, la voz de mi conciencia sonríe al estar callada, y
dejo que los pensamientos fluyan a su aire, sin red, sin cadenas,… y me doy
cuenta de que la felicidad respira en las cosas sencillas de la vida.
En
mi caso, en mis minutos de silencios… y la tuya, ¿dónde reside?
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