Dicen
algunos entendidos que en el bullicio de una calle estrecha no se puede rezar…
Tras
unos cuantos años esquivando las miradas, el destino puso fecha al encuentro. Ambas
-sin saberlo-, llevaban echándose de menos el tiempo suficiente para que la
arena de los relojes de la ciudad se fuera desgastando, gota a gota, grano a
grano,… haciendo más tardía la espera cada vez que una de las dos se negaba a
ir al encuentro.
El
orgullo, ese veneno que de pequeño juega con nosotros cuando estamos a solas, les
ganaba la partida -año a año-, a las dos, porque en esta historia ambas eran culpables a partes iguales.
En
el fondo las dos sabían que de volverse a mirar, deberían de hacerlo sin
ambages ni celosías de por medio; sin rencores ni deudas acumuladas; sin que la
voz de una tapara los silencios de la otra…
Se
tenían que contar tantas cosas…
Se
tenían que alegrar por tantas cosas…
Se
tenían que echar a llorar por tantas cosas…
Y
aquella tarde, con la caló como
testigo, un sorbo de agua en los labios y una abanico golpeando las arrugas de
un viejo escapulario, ambas se volvieron a mirar.
Y
hablaron, hablaron de las ausencias, de los desgarros del alma, de las heridas
que no supuran al marcharse la primavera; rieron al verse reflejadas en los olvidos,
en la distancia que la soberbia puso entre ellas, en los rescoldos de las lágrimas
que sin evitarlo de vez en cuando acunan los sueños; recordaron las penas al escuchar
ciertos latidos esquivos, al saber que las preguntas seguían sin tener respuestas,
al ver como la vida es eso que uno vive, no aquello que a uno le cuentan;…
Y
todo tuvo lugar el pasado dieciséis de julio, en el bullicio de una calle
estrecha, donde dicen algunos entendidos que no se puede rezar…
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