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Perderse entre sus palabras..

 


Cádiz es una costilla de tierra varada en el mar que persigue sueños cuando en las azoteas se tiende la ropa o cuando las palomas salpican de guiños los cielos de la tarde.


Es un paseo en barca por el borde de la espuma de los suspiros, es una caricia del levante o un pellizco del poniente, es un reloj de arena que desanda granos de escalofríos cuando el sol se pierde en el horizonte de los pentagramas. 


Cádiz es un sueño irracional para los peregrinos eternos, un rugido endulzado por la luz que baña sus costuras, un amor imposible de olvidar, de perder, de negar…


Y hubo una vez que, en esa ciudad anclada en el tiempo, los ecos de las calles, de las casapuertas y de los zaguanes se quedaron mudos cuando por las esquinas de las piedras se alzó el susurro de una voz -de apellido Gallardo-, que supo desnudar como nadie todas las duquelas del alma donde el Señor del Cáliz gaditano aferra sus manos al aparcarse la primavera. 


Aquella noche, todas las miradas se clavaron en el búcaro de silencios que fueron conformando una diana de esperas.


Aquella noche, todos los latidos pendieron de un hilo cuando ante el Maestro el pan de las Escrituras se deshizo como migas de trigo.


Aquella noche, todos los corazones navegaron al mar de Galilea, con las velas a medio hinchar y las maromas bien sujetas al puerto de la fe, esa llama encendida que camina por tientos entre angustias y peñuelas. 


Y es que dialogar, en voz bajita, con el Señor de la Cena como aquella noche nos regalara Irene fue entreabrir la ventana de un salón iluminado con lámparas de aceite, fue descalzarse los cansancios y fue refugiarse en un Dios hombre, envuelto en miedos y resignado a la suerte de su sangre, esa que una vez seca conformó la llave de nuestros paraísos.


En aquella fotografía revelada en el tiempo, el tiempo se reveló para que alguien lo fotografiara. 


Y ese alguien fue Irene Gallardo, que simplemente siguió los pasos del Maestro; simplemente resiguió las enseñanzas que de pequeña le enseñaron en el patio de su casa; simplemente alentó con su ejemplo su bandera de mujer, su mirada de mujer, su fortaleza de mujer.


A la mesa donde la Sagrada Eucaristía se conformó, le faltaba un notario que levantara acta de lo que allí sucedió. 


Aquí lo tienen trascrito, susurrado, caligrafiado para que el viento no pueda llevárselo a los pasillos del olvido. 


De aquel encuentro, la vieja Gades conserva un guiño acanelado entre los pecios de sus oleajes, entre el baluarte de sus barrios, entre el relicario de sus promesas…


De aquel encuentro, Irene guarda confesiones y confidencias que, al cerrar los ojos, se dibujan en los cierros de la noche, sabiendo que, si algún día el Señor del Cáliz eterno pudiera apartar la mirada, el reflejo de sus ojos gaditanos la buscarían por los cimientos de la vieja Isbilya para hacer lo mismo que usted debería de hacer ahora mismo, perderse entre sus palabras.    


P.D. Mi amiga y hermana del alma Irene Gallardo me pidió que le escribiera estas palabras como Prefacio a su VIII DIÁLOGOS CON EL SEÑOR, de la Hermandad de la Sagrada Cena de Cádiz para incluirlas en su libro "AL CIELO CON ELLA".


Gracias hermana. 


Te quiero tela.

 



 

 

 

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