Cuando la ciudad se asoma a la ventana de la
primavera y ve cómo los palcos se van instalando en torno a su cintura, ella siente que a la Cuaresma le
queda un último cirio por fundir.
Si
prestan atención, ella sonríe por dentro y se agobia por fuera a partes iguales
porque de nuevo está en boca de todo el mundo por culpa de miles de sillas y
unos cuantos hierros oxidados.
Los
palcos son una cicatriz en medio de sus entrañas por donde se mercantiliza la
pasión, se hipoteca la fe del pueblo “cristiano-cofrade” y por donde se
aborregan las promesas de cada año.
Los
palcos son el último vestigio del señoritismo de la ciudad; hoy en día, tener
un palco es un símbolo clasista donde el pudiente asiste en su parcela de
amistades al teatro hilvanado de las cofradías que tienen que mostrar su mejor
cara por ese "sambodromo de la fe” donde desfilamos penitentes, pasos y
bandas.
Los
palcos son la pasarela de las vanidades donde la ciudadanía desnuda sus
vergüenzas cuando Dios pasa por su vera; sino, vean los charcos de pipas, el eco
de esos niños pidiendo estampitas, ese ruido ensordecedor cuando un nazareno
descalzo descuenta cuentas de un rosario…
Que
a nadie se le olvide que las hermandades ponen en la calle un patrimonio material gracias a esos
palcos que durante más de un mes colapsan el tráfico y que nos permiten
disfrutar de un centro peatonal y libre de humos durante semanas; algo positivo
tenía que tener, ¿no?
Que
a nadie se le olvide que el patrimonio
humano de las cofradías está hipotecado -desde hace décadas-, a ese trazado
de vallas coloradas y tribunas altas que saca de los cofrades nuestros mayores
pecados y nos nubla la vista y la razón.
Los
palcos, señal visible de que la Semana Santa ya está aquí.
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