Ha sido aparecer por el calendario los cuarenta días
previos a la Semana Santa, y de sus madrigueras, cuevas y cuchitriles han
salido -voz en grito-, los mismos infelices de siempre.
Son
los de cada año regresando por estas fechas para rajar de los palcos y de las
procesiones, con más arrugas sobre su piel y un sinfín de envidias en su mirada.
Y
decía que son infelices porque son personas de poco carácter o ambición, que
viven pendientes de los demás y que creen que pueden hacer daño amparando sus pobres
pensamientos en una mal explicada “libertad de expresión”.
Y
les decía que son envidiosos porque ya quisieran tener estos malasangres,
anclados a su día a día, la creencia que tenemos miles de personas
sencillas que, cuando miramos al cielo, sonreímos al intuir que los nuestros
están ahí, cuidando de nuestros latidos como verdaderos ángeles de la guarda.
Pero
chavales, vosotros estad tranquilos, y seguid así, fumando ese opio a escondidas
que os macera el odio hacia el Hijo de Dios, hacia todo lo que huela a cristiano
y hacia todo lo que conlleve ser cofrade, y ni se os ocurra cambiar de camello.
Si
así sois felices, seguid por ese camino, ladrando con vuestras entrañas y
vuestras repugnancias.
Nadie
mejor que nosotros mismos sabemos lo que pasa tras los muros de nuestra
iglesia.
Nadie
mejor que nosotros mismos para despellejarnos por un cambio de vestidor, de
capataz o de túnica.
Nadie
mejor que a nosotros mismos nos hierve la sangre cuando el silencio se vuelve cómplice
y el oscurantismo se instala en torno a la Palabra de Dios.
Así
que, poneros a la cola, mordisquear como buenos perros fieles que sois y, cuando
podáis, cambiad de collar; el que lleváis huele a carcoma, está apulgarado y os
hace flaquear.
Al
menos mi fanatismo provoca que tenga misericordia hacia vosotros.
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