Se ha vuelto a colar el frío por los resquicios de las
prisas, y al encender el pequeño calentador del salón de casa, he vuelto a
escuchar tu voz recorriendo los pasillos de mi alma.
Esa
voz tuya que sigue siendo inconfundible a pesar de las lunas apagadas, a pesar
de las arrugas del tiempo y a pesar de los cansancios de tus andares.
Tengo
que decirte que ese calentador sigue siendo de pequeño tamaño, como a ti te
gustaba que fuera; que sigue alumbrando con dos franjas rojas la oscuridad de
la mesa camilla y que se le sigue cayendo el tornillo de la rueda derecha.
Su
compañía hace que mis pies entren en calor, como hacía con los tuyos cuando te
sentabas en torno a su aroma, vencida por el ajetreo de las horas y el ocaso de
la vida. Cierro los ojos y te veo a mi lado, sentada, masticando el ultimo
pellizco de pan mientras las estrellas colorean sueños entre susurros de cuentos
de hadas.
Tal
y como me ensañaste, sigo comprobando varias veces que ese pequeño calentador está
apagado antes de dejarlo en silencio, acurrucado por libros y papeles; ya ves,
ese sigue siendo mi único tesoro.
Aunque
ese tesoro jamás podrá superar a esos abrazos tuyos con los que conseguías que
las lágrimas fueran un trazo de recuerdo sobre la piel.
O
esos consejos que me dabas a medio escribir, que eran evangelios de andar por
casa.
O
esas miradas con las que derretías los tic-tacs de las paredes de las promesas.
Promesas
como aquella que te hice al despedirme de ti...
Una
vez más el invierno se ha colado por los resquicios de mi alma, he vuelto a
encender tu pequeño calentador, y me he vuelto a dar cuenta de cuanto te echo
de menos.
Qué
difícil me resulta entrar en calor al recordarte.
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