La
otra noche, mientras la ciudad se iba despidiendo del bullicio de las prisas y
las farolas iban coloreando la soledad de las calles, en una esquina del centro
la vida me volvió a dar una guantá sin manos.
No me la
esperaba, pero ella actúa así, sin avisar y marcando el compás de mis horas y el
vaivén de mis latidos.
Y es que andaba
yo preocupado por ordenar las mil cosas que tengo en mi cabeza cuando lo vi
aparecer ante mí, ataviado con una simple manta, cuatro cartones roídos por la
codicia y un cartón de vino en sus manos con los que calentar su piel y su
sangre.
Hacía frío, y
mientras yo acomodaba mis manos a mi recién estrenado abrigo, él acomodaba su
cuerpo a un pequeño reino de adoquines y humedades, a una nueva noche de caricias
en la lejanía y a un intento de sobrevivir a espaldas de una miserable sociedad
que mira para otro lado para no sentirse culpable de este puñetero fracaso.
Al pasar junto
a él, sentí su olor, sentí su sonrisa, sentí sus olvidos,… y sentí su voz -en forma de grito-, invitándome a que
desabrochara de un vez por todas la caja de mis prejuicios y me enfrentara a
tumba abierta a las decenas de miedos que me acompañan a cada paso que doy por
el cordel de mis días.
Al girar la
esquina, lo volvió a repetir:
-
¡¡¡Estás vivo!!!
Fue como el
rugido de un león destrozando con sus zarpas mi mundo de ocupaciones y excusas.
Hasta la luna
se dio cuenta de aquella queja desesperada que me regaló la vida para decirme a
su manera que no tardara mucho en empezar a vivir.
Y aquella
noche comencé a hacerlo; ahora te toca a ti.
Háganme caso:
un día más en esta vida es una oportunidad más para vivir…
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