Como cada tarde -a eso de la hora del café-, lo veo
asomarse a descubrir el horizonte desde el balcón de su casa.
Es
el vecino con más arrugas de mi barrio. El más gruñón y el que más balones se
quedaba cuando estos se embarcaban. Pero también es el más sabio cuando con su
palabra conjuga consejos.
Hace
ya años que no sale a la calle. Sus piernas no le permiten dar una vuelta por
la que fue -y sigue siendo- su ciudad, la misma que tardó poco en olvidar su
nombre cuando una mañana giró la esquina del tiempo.
Dice
que se fatiga con facilidad, que el destino puede ajustar cuentas con su cadera
y que muchos de sus enemigos pagarían por verlo aferrarse a un bastón de
madera.
Pero
le queda la memoria para vivir, y el sentido del orgullo para respirar.
Alguna
vez me subo a hacerle compañía; él se fuma un cigarrillo y yo preparo la
respuesta a la pregunta de ¿cómo le va a la ciudad de mis amores?
Intento
disimularle la realidad que nos rodea -para no hacerle daño a su nostalgia-,
pero se cruza de paciencia, guarda silencio y me deja tiempo para herirle el
alma con la verdad.
Porque
le tiene que hacer daño saber que la ciudad camina errante por los pasillos del
querer y no poder.
Que
ahora todo se reduce a un pasillo de la fama, a que cientos de carteles con
sonrisas de mugre tapen las grietas de las barriadas, a que el real de la feria
sea el escenario donde la realidad se maquille y baile a su antojo.
Comercios
con el cartel de se acabó en la
puerta. Tristezas que anidan la cola del paro y la de la Universidad. Ilusiones
ahogadas por la impotencia;…
Si
me duele a mí decirlo… ¿Qué sentirá él al escucharlo?
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