El pasado martes
por la noche se fue la luz allá por donde uno vive. Sin carta de aviso y sin
llamar a la puerta -ni siquiera lo quiso hacer con los nudillos-, se ausentó de
nuestras vidas durante un rato, quizás porque necesitaba descansar de tanta
necedad que ve a su alrededor, quizás porque necesitaba coger aire para seguir
puliendo las sombras de nuestros pensamientos y huellas o, quizás, porque
necesitaba aliviarse, cerrar los ojos y guardar durante unos instantes
silencio.
Uno, que no fue ajeno a esa sensación dulce e inofensiva de sentir cómo la tierra seguía girando sobre sí misma aunque careciera de visión para ello, quiso sumarse a ese mutismo, a esa discreción, a ese guiño que el cielo nos hizo mostrándonos su salpicado de estrellas, como un telón de navidad, y a oscuras - y descalzo-, me senté durante unos minutos en el patio desde donde me suelo aislar de los demás.
Es allí, en esa pequeña trinchera donde guardo las risas de los amigos y las lágrimas que uno se bebe cuando el agobio tensa la cuerda; es allí donde atesoro los recuerdos que no necesitan ser recordados con el paso de los años, pues los años se recuerdan gracias a esos recuerdos; es allí donde me podréis encontrar desprovisto de perfumes o artilugios que distraigan a los discursos y al corazón.
Y fue allí, con la oscuridad por testigo y envolviendo mi piel donde me pude dar cuenta de la impaciencia que cabalga por nuestras venas cuando no sabemos cómo alumbrar nuestros actos, o de cómo los mayores nos dan guantadas sin manos cuando nos advierten - tras el simple reflejo de una vela gastada-, que cualquier tiempo pasado fue mejor.
Pero sobre todo caí en la cuenta, como si la vida estuviera esperándome tras la esquina con esta nueva lección bajo su brazo, de que por mucho que quiera controlar mi existencia, mis actos, mis decisiones; de que por mucho que me empeñe en ser patrono de mis silencios y preso de mis palabras; de que aunque intente, con ahínco y firmeza, regar cada noche mis raíces con fe y esperanza para que sigan brotando hojas con carácter, sigo sin ser el dueño absoluto de mis latidos.
Bastó un simple apagón y una calle en penumbra para que cayera en la cuenta de que sólo soy un grano más dentro de este arca de cristal, insignificante para el devenir de los tiempos por mi tamaño, mis apellidos o mi trascendencia; maniatado de muñecas y tobillos por cuerdas carcomidas a expensas de los giros que me quieran dar los que rigen los puntos y aparte de nuestras biografías; uno más que respira, tal como lo haces tú, un aire que no nos pertenece.
Mirando las estrellas la otra noche me sentí así, pequeño, desnudo, perdido entre aquellas tinieblas que zarandearon bostezos y cansancios, y desvelando preguntas que creí olvidadas entre senderos de suficiencia, y a las que aún les tengo que dar respuestas.
Quizás por eso
la luz quiso irse la otra noche.
@alb_espinosa
Quizás por eso
la luz quiso irse la otra noche.
@alb_espinosa
Precioso cielo, cuando la luz se apaga se siente el frío que destila la oscuridad, la ausencia de brillantez y la sensación de mota minuscula en un universo demasiado grande, pero siempre que se cierran los ojos y se contempla esa oscuridad ficticia es cuando uno se da cuenta de que nada es lo que parece y que aun con los ojos cerrados podemos ver la luz de los que nos rodean.
ResponderEliminarUn beso y gracias por llamarme y permitirme leer esta belleza, eres un artista mi cielo, el dueño de las palabras mejor engarzadas :D
Besosssss
Cuando algo cambia, cambia también nuestro modo de percibir el mundo. Cuando algo cambia, además, nos paramos a pensar en quienes somos y en lo que somos.
ResponderEliminarA veces me sorprendo llegando a la misma conclusión: no somos apenas nada en este universo infinito, uno más.
Precioso, Alberto
Alberto, ya te comenté sin saber de qué iba tu tema, la sensación tan agradable de ver un cielo que está ahí todos los días, pero que por la contaminación lumínica no podemos disfrutar.
ResponderEliminarDe vez en cuando es bueno comprobar que lo que no se ve también puede existir.