Hace un par de días volví a encontrarme con
ella. Estaba intentando que mi piel fuera cogiendo su color veraniego de una forma
natural, dejando que se tomara su tiempo, que cumpliera con cada una de sus
fases de desarrollo sin prisas, y no encontré mejor crema que la de anclar mis
pies descalzos bajo la orilla de una playa a media mañana, sentir el vaivén de
una olas entre susurros y embestidas del aire, y advertir cómo los tobillos de
uno se van solapando a los hilvanes de un mar que a esas horas ya se había
pintado la cara con coloretes de inocencia.
Suelo hacerlo a menudo. Tanto en verano como en
invierno. Me acerco de manera sigilosa hasta ese borde fronterizo que no deja
claro donde acaba lo seco y donde empieza lo húmedo para oír, en parte, a ese
mar del que tan preso soy, y para escuchar, por otra parte, lo que soy capaz de
contarle entre murmullos de silencios.
Sus respuestas, puestas en boca de esa espuma
que se esfuma entre los dedos de los ilusos, es un tatuaje difícil de borrar y
de olvidar.
Cuando me acerco a ese mar amordazado por los
vientos, me gusta creerme que formo parte de sus encajes y de sus remates. Creo
que en el fondo le agrada verme allí para de esa forma descubrirme de forma
disimulada.
Y allí, adormecida por las olas y sacudida por
los rayos de sol, suelo encontrarme con mi vieja amiga, esa que mi cuerpo traza
tras de mí en el agua; siempre me ha perseguido, de siempre me ha estado
apretando, y por siempre me acompañará allá por donde mis pies caminen. Me guste
o no me guste, esa vieja sombra forma parte de mí.
Es en esa silueta que ni el propio mar puede
contornear a su antojo donde amontono todo lo que he sido, todo lo que soy y
todo lo que mis sueños quisieran ser, con mis luces y sombras, con mis defectos
y mis virtudes, con mis pares y mis nones.
Es en ese espejo azulado donde se pintan los
poros de mi piel sin que nada quede al azar; donde se descubren los moratones
que la soledad ha sido incapaz de acunar entre sus brazos; donde contemplo cómo
mis quimeras se van evaporando como bocanadas de humo a medio exhalar, y donde me
doy cuenta de que, aunque pretenda elevar mi cabeza ante el dolor y el llanto,
siempre habrá alguna daga caliente que me la quiera rebanar, bien por envidia,
bien por maldad.
Es mi vieja amiga, esa que sin decirme nada es
capaz de apuntarme cuántas piedras conformaron mi camino, es capaz de
advertirme que el orgullo de vez en cuando hay que escupirlo entre rabias y delirios,
pero sobre todo, es esa vieja amiga que jamás suelta mi mano cuando las cosas
se tuercen al doblar la esquina y en el cielo empiezan a descubrirse nubarrones
de abandono.
Es a ella a quien hay que preguntarle quién soy
yo verdaderamente; es mi primera muralla, la que te pondrá las cosas difíciles
para que no me hagas daño; a estas alturas estoy cansado de sufrir por
mediocres que no merecen la pena.
Si quieres formar parte de mi vida, tienes que
empezar por ganarte la confianza de mi vieja amiga; si lo logras, ella te indicará
los surcos que tienes que recorrer para descubrir lo que mis latidos esconden. Así
que, ¿te atreverás a ganártela?
Buscaré la forma de ganarme a "tu vieja amiga"
ResponderEliminarComo bien dices, tenemos una muralla que intenta protegernos de personas que nos pueden hacer daño, pero hay ocasiones en las que uno deja pasar a alguien y la muralla te impide que luego salga. Es en ese momento cuando llega el sufrimiento. El estar todo el día preguntándote el porqué. Al final te das cuenta que no consigues sacarla de tu pensamiento, o lo que es lo mismo, permanece aún dentro de ti. Pasará mucho tiempo hasta que llegue el olvido o la indiferencia y es en ese instante cuando encuentras la paz. Vuelves a ser tú mismo.
Un relato maestro, intimista y reflexivo.
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