Sobre las ocho de la tarde, una leve lluvia besaba los tejados de la ciudad y dejaba un leve manto de agua sobre los adoquines del entorno de San Miguel.
A esa hora, Tú estabas mirando las crucerías del templo que por estos meses te anda cobijando, mientras la Virgen de la Encarnación te besaba las heridas de tu espalda.
La luz, apagada para no molestarte, sabía que en breves instantes cruzarías con tus silencios murallas de plegarias.
El incienso, con su jugueteo de espuma, buscaba de manera desesperada perderse por tu cintura.
Y las miradas, oteando tu cuerpo aun con vida, brillaban como sólo brillan los ojos cuando uno sabe que un regalo va a ser desenvuelto.
Creo que este era tu momento.
Tu ratito de la cuaresma.
Tu Vía Crucis remarcado en rojo.
Creo que, a tu forma, me dijiste que fuera a verte.
Que levantara la cabeza.
Que me orillara para no hacer ruido.
Y nada más posarte sobre los hombros de tus hombres sin costal, los dos nos miramos.
Y ahí, en medio de una multitud convocada en tu nombre, nos dijimos de todo sin apenas decirnos nada.
Y es que te tenía tan cerca de mí, que el corazón fue el que habló cuando mis labios se quedaron sin habla.
Señor de la Sed, hacedor de océanos infinitos, no me sueltes la mano.
Señor de la Sed, creador de este mundo plagado de incertidumbres, déjame que cobije en un reguero de sangre de tu cuello mis renglones torcidos.
Señor de la Sed, amparo de la gente sencilla de la zona sur, que tu sombra siga brillando y dejándole a la vida un resquicio por donde respirar, por donde latir, por donde sonreír.
La tarde estaba dibujada para estar un ratito a tu lado.
Bendito el momento en el que me quité el reloj de pulsera, y fui tras tuya.
Y es que, Tú y sólo Tú sabes lo que estás haciendo con nuestras huellas de papel.
Nos vemos el próximo Lunes Santo.
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