Ahora que los portones de las iglesias han vuelto a despegarse de sus confinamientos, y las lozas que presiden los altares han vuelto ha remarcar en el tiempo pisadas con nombres y apellidos, es cuando los rezos se han vuelto a silabear bajito delante de Dios.
Los cristianos, y por defecto los cofrades, no necesitamos ver para creer. Esa es la base de nuestra creencia. Pero nos ayuda de sobremanera ver a la razón de nuestros latidos cerquita, a varios metros de nuestras preocupaciones, de nuestras miradas, de nuestras lágrimas.
Y es que -si uno deja de estar- quizás el olvido comience a hacer de las suyas.
Y créanme que no es lo mismo rezarle a una estampita que verle el rostro entumecido por el dolor a una Madre que siempre nos acoge con los brazos abiertos, sea la hora que sea, sea el día que sea, sea el motivo que sea.
Como no es lo mismo imaginar que ver, intuir que sentir, soñar que vivir.
La fe hay que cocinarla a fuego lento. Sin prisas. Pero con los condimentos apropiados. Y desde pequeño nos ensañaron dos cosas de vital importancia para reclamar el reino de los cielos: rezar antes las maderas del arte e hincar la rodilla ante el Santísimo.
Y para ambas cosas necesitamos que la morada de Dios entreabra sus luces y sus formas. Y que por las vidrieras el sol garabatee su presencia con sus dedos. Y que el eco del silencio sea una campana con olor a victoria.
Luego, que cada uno haga de su capa un sayo. Que rece. Que de gracias. O que mire a su alrededor, poniendo faltas o envidias… pero déjenme que desabroche los zaguanes de mis pensamientos delante de un Sagrario, delante de un talón carcomido por los besos, delante del que manda en mis días.
Silabear bajito… y que el cielo escuche de esta forma mis gritos.
Foto: Fran Silva
Artículo publicado en la web https://capitaneados.com
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