El Dios al que yo rezo cada noche no tiene rostro. Ni siquiera tiene piel. Y ni mucho menos desprende aromas. Pero su sombra cobija todos mis latidos desde antes que mi corazón empezara a latir. Él sabe de mi todo lo que yo no se de mi mismo. Sé que existe porque existo yo, con mis bolsillos llenitos de moratones y estos ojos verdes que Él me regaló hilvanados con algunas luces remendadas por el atardecer. En nuestros diálogos a oscuras, yo le cuento, y Él me escucha. Yo me enredo entre silencios de alcoba, y Él me desenreda los suspiros en ventanales de esperanzas. Yo me callo, y Él me habla. Sin levantar la voz. Con las Palabras escogidas. Con las señales pintadas en el aire que a los dos nos separa… o a los dos nos une… depende del día, del momento, del rezo. Siempre lo he sentido galopar por mis miedos, esos que anidan en la boca del estomago cuando el hambre grita sus temores...