Silencio, que es Viernes Santo, y acaba de morir Dios…
Silencio, que el luto se hace presente en nuestras vidas…
Silencio, que la negrura acaba de asomarse por las calles de la ciudad, y todo huele a vencejo y a fin.
Dicen que la muerte es el repeluco que la vida tiene a mano para saber que la va a atravesar por la espalda y abrirle en canal la piel y los recuerdos en cualquier momento.
Dicen que la muerte es esa puerta que está al fondo de los pasadizos del aire.
Dicen que la muerte es la llave con la que abriremos los pestillos del cielo.
Y de esta forma, por San Pedro una madre surcará nuestros cielos entre sus síes y sus noes para acunar una estampa huérfana de palabras.
Por Las Viñas, un cristo aún vivo se resiste a irse de su barrio y que las ventanas de su barrio no sean las que lo vean elevado al cementerio de la Sagradas Escrituras.
Por San Telmo, el Cristo de Jerez aun vive, lo tenemos ahí, en el último instante, en el ultimo suspiro, en el último hálito de corazón para que nos enamoremos de Él y de las sombras de su melena.
Y por La Victoria, Soledad lleva en sus manos un clavo que arde por fuera y que llora por dentro, lleva una mirada descendida en elegancia que huele a gritos, lleva un vaivén de latidos que ni el mejor romance podrá nunca consolar.
Viernes Santo…
Silencio…
Que Dios acaba de morir y sus ojos ya descansan en un sepulcro de piedra.
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