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Mostrando entradas de octubre, 2017

Silencios...

Gracias a este tiempo juguetón e indeciso del mes de octubre, llevo una semana aquejado de una laringitis y de un reposo forzoso que me ha servido para algo más que guardar silencio. Atendiendo a los consejos de mi médico, he dejado que mi voz descansara un par de días y he aprovechado para escuchar y ver cómo hablan los que están alrededor mía. De esta forma, certifico que vivimos en la sociedad del escaparate, del mírame, pero no me toques , del roneo constante, filtrado y glamuroso. A todos nos gusta relatar pormenorizadamente aquello que hacemos, aquello que no podemos hacer, aquello que nos gustaría estar haciendo. Miramos con envidia al que tiene dinero, al que tiene hobbies, al que tiene a alguien en su casa esperándolo con los brazos abiertos y la cena envuelta en confesiones y besos, … Pero me ha dado pena comprobar cómo muchas personas se dejan arrastrar por los cuatro o cinco pensadores de turno, buhoneros de Twitter y Facebook, filósofos a tiempo par

Banderas...

Llevo días manteniendo a la hora del almuerzo discrepancias con mi sobrina acerca de la bandera española que pende de la barandilla del balcón de su casa. Y todo viene porque tengo sentimientos encontrados acerca de esta fiebre patriótica que a todos mis paisanos les ha entrado de repente. Acostumbrado a estas exaltaciones sólo cuando la selección de fútbol gana, me sorprende saber que en cada casa había tanto españolito oculto que ahora presume de nación, de raíces y de himno. Y es que, verán. A mí me gusta ver cómo el pueblo, la gente llana, mis vecinos de toda la vida se unen bajo la piel del toro o el pasodoble de Manolo Escobar, pero me cuesta pensar que sólo hemos salido a la calle por defender un trozo de tierra, hemos puesto el grito en el cielo para derrumbar un muro de odios y ahora esta patria se siente orgullosa de sí misma cuando yo sufro en mis carnes cómo la mitad de esta patria se burla de mi forma de hablar, de ser y de vivir. Aplaudo al que se si

Calderón, hasta siempre...

Hace una semana me despedí del estadio Vicente Calderón. Era una visita obligada antes de que el recuerdo y los tiempos modernos envuelvan de nostalgias aquella parte de la capital del reino.   Sólo había pasado un par de veces en coche por sus alrededores y tenía ganas de sentirlo, de pasearlo, de verlo. Se sigue respirando fútbol por sus costados mudos, esos que poco a poco van mudando la piel con la pena cogida al pecho. Se siguen escuchando cánticos en el aire, los de una afición que por encima de todas las cosas ama los colores de su equipo, sin saber muy bien por qué sienten lo que sienten por sus venas. Y se sigue ondeando sobre el césped la bandera de la fuerza, la garra, la lucha… valores que no se enseñan en las escuelas, escuelas que deberían de aceptar estos valores y ondearlos como bandera.    Perdí la mirada en sus gradas, y la memoria se acortó para imaginarme a aficionados envueltos en bufandas rojas y blancas animando a un equipo que hizo de las