La Semana Santa, que es un suspiro de enamorado, se deshojó hace unos días sobre un balcón de la azotea, y allí se quedó a vivir para siempre en la memoria de la ciudad.
Cada uno que saque las conclusiones que quiera y que se quede con los momentos que desee, que yo me quedaré con los buenos, con los que me levantó la piel, con los que merecen la pena; lo demás, todo es secundario.
Así, para este contador de cosas, Dios se hizo presente en San Miguel para doblegarnos con su Sed; el olivo del Prendimiento volvió a enamorar a la ciudad y la Amargura sigue siendo la mayor debilidad que jala de mi corazón.
Las Viñas sabe andar como nadie.
La O es una nana que transita por nuestras calles con las sombras de su alma pausada.
Y El Cristo… El Cristo sigue mirando a los vientos y citando al sol cuando la luna intenta asomarse por la Plazuela.
Y es que, la Semana Santa es la excusa que tenemos los cofrades para ser felices, para llegar a casa oliendo a incienso, para que los pies te duelan al mismo compás que te duelen los riñones al estar parado esperando una cofradía o haciendo estación de penitencia.
Es un regalo que la primavera se hace así misma y que tiene en esta ciudad motivos de sobra para dejarse la mirada y los reflejos.
Reflejos como los que la Piedad dejó en la antigua calle la Sangre…
Reflejos como los que la Soledad enhebra a su pena cada año al regresar por la Por Vera.
Y reflejos y luces de cristal como los que mi Virgen de las Angustias dejó una vez más desde que salió hasta que regresó, desde que se perdió por calle Higueras hasta que las butacas del Teatro Villamarta la ven llegar a su puerta, desde el Alcazar hasta la Plaza de los vencejos mudos donde todo suena a muerte, huele a muerte, sabe a muerte.
Me quedan muchos pétalos aun que deshojar y contarle… pero eso lo haré otro día, que ahora quiero seguir soñando con lo vivido.
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