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Mostrando entradas de julio, 2013

Cuando no hay palabras

Uno cae en la cuenta de que los bolsillos de la cintura van pesando más de lo debido cuando las velas de los cumpleaños apenas pueden soplarse. Con los años vamos acumulando golpes, bofetadas, estrías alrededor de nuestra cintura cuya única función es ayudarnos a descubrir la verdadera cara oculta de la vida, ese regalo del que no somos dueños y que viene envuelto entre lágrimas de cristal. Apenas le hacemos caso a estas cosas, pero nuestra piel es más frágil de lo que en el fondo es. Podemos hacernos fuertes ante los insultos, podemos pisar la cabeza del que ose hacernos daño, podemos ignorar con nuestro silencio al que nos echa de menos,… pero en el fondo lo que estamos haciendo es proteger nuestra piel, nuestros latidos, nuestra vida, ocultando que somos seres débiles, tiernos, rompibles. Y nuestra piel, nuestro latido, nuestra vida se nos rompe en el momento más inesperado, en el momento más inoportuno, en el momento más brusco, dejando cicatrices a nuestro a

En un momento.

Cuando anoche me senté delante del teclado con la idea de darle forma a este artículo, confieso que era incapaz de escribir lo que tenía pensado: la tragedia de Santiago había descarrilado por medio de mis sentimientos. Suelo madurar cada escrito, plantearlo a mi manera, medir las palabras para que el charco de las mismas salpique al que se sienta aludido, pero esta vez quise dejarme llevar por lo que en esos momentos estaba sintiendo.   ¿Y qué estaba sintiendo? Pues sentía impotencia, mucha impotencia; cada vez que leía un nuevo tuit pidiendo que se necesitaba sangre o escuchaba por la radio cómo el número de víctimas iba ascendiendo sin solución de continuidad, más impotente me sentía, más nulo, más estéril. Cuando los lumbreras de las cadenas de televisión se dieron cuenta de que esto era más grave de lo que ellos se creían, fue cuando comencé a ver las imágenes de ese tren descarrilado. Mejor no haberlo hecho. Sé que durante un par de días cerraré los ojo

Campamentos

Supongo que alguna vez que otra habrás tenido que dar respuesta a esa sutil pregunta de: “y tú, ¿qué te llevarías a una isla desierta ?”   Tras un tiempo prudencial en el que uno se da cuenta de lo difícil que es escoger algo verdaderamente útil de entre los objetos que nos asedian en  nuestro día a día, al final casi todos mencionamos las mismas cosas terrenales: algún libro para combatir la espera, la foto de algún familiar para mitigar la nostalgia, una rebequita por si refresca por las noches,… Si el encuestado en concreto tiene raíces scouts, ese tiempo de espera y meditación se reduce de inmediato, ya que aunque haya dejado de guardar silencio cuando el jefe de grupo levantaba su mano derecha en una plaza de campamento, acumula bajo su piel marchas, turnos de guardias y algún que otro susto compartido por las “Noches del Terror”, sabiendo de sobra que en su mochila no podrían faltar objetos tales como un rollo de cuerda de pita, un buen machete, un par de mosqueton

El nombre de Teresa

                     En las alforjas de los suspiros es donde uno va enmarcando recuerdos, gemidos, sonrisas; historias, nervios, miradas; besos, abrazos, caricias;…   Conforma el rincón más íntimo de nuestra biografía, ese que no compartimos con nadie por miedo a que nos traicionen, y como el mejor escondrijo de nuestra infancia, pocos pueden penetrar en el a menos que un candil de confianza rompa la oscuridad del tiempo. Cada uno lo organiza, lo decora, lo engalana como buenamente puede, o como buenamente quiere. Los hay que prefieren dejar en la parte de abajo de ese escondite las lágrimas, con la idea de que broten lo más tarde posible al recordar algo; sé de gente que anuda el orgullo tras el pomo de la puerta, para no tener nunca que encontrárselo de frente; y conozco a una persona a la que hace poco volví a abrazar que ha dejado ese gesto cerca de la papelera del olvido.        Si me acompañan a mi escondite, háganlo con la luz tenue de la tarde; al fondo, t

Ser jurado

               Desde hace años, e n el bolsillo trasero de mis pantalones llevo doblado un pequeño papel de estraza, dividido en dos columnas y delimitado por una raya blanca, que cada cierto tiempo tengo que repasar. Esa frontera se repasa con una tiza gastada por los bordes, y con lágrimas o suspiros voy agrandando esas dos columnas en las que voy anotando aquellos oficios para los que sirvo, aquellos sueños que llegan a verse cumplidos o aquellos cálices que de mi vida debo de seguir alejando para poder seguir respirando. En definitiva, recordatorios que voy haciéndome de lo que puedo y de lo que no puedo hacer con mis miradas.   Hasta hace unas semanas, el ser famoso ocupaba el primer lugar del ranking de la derecha, ese del que huyo a pasos agigantados. Compréndame. Cada uno tiene sus manías y sus fobias, y a mí la verdad que vender segundo a segundo cómo suena el ritmo y el compás de mis latidos como que no lo veo. Y si hablamos ya de que alguien fotograf

Volver a estudiar

             Como ya he contado alguna que otra vez, yo me hice maestro cuando el destino me indicó el camino a base de guantadas sin manos y consejos inesperados que tardé algún tiempo en lograr descifrar; ya ven, para muchas cosas soy algo cabezota, sobre todo cuando se trata de darme a mí mismo un resquicio con el que poder vivir. Pero lo que el destino no me confió aquella tarde es que para sentirse realizado y obtener una oportunidad para poder dar clases y poner sobre la mesas todos mis conocimientos -pagados con becas estatales-, iba a tener que sortear tantas trabas y tantos silencios.  Sinceramente, este año he perdido la cuenta. La cuenta y las ilusiones. Quizás sea el destino el que me está hablando de nuevo y tampoco sirva para esto.  Quizás me lo está diciendo con la boca pequeña y sin querer mirarme a los ojos. Pero tras muchos meses de pasarlo mal, de no dormir, de ver cómo mi aire se comía las lágrimas por la impotencia que uno siente al escucha

Welcome to Jerez

                  Imagínense la escena. Jueves. Mes de Julio. 15:35 horas. Alrededores de la Catedral. El marcador sufriendo consigo mismo para indicar que hacen 39 grados fuera de sus dominios. El silencio trepando por las rendijas de las ventanas para tocar con sus dedos un poquito de aire acondicionado con el que aliviar la calima de la tarde. Calles desiertas y todo cerrado a cal y a canto. No se escucha a nadie pasear por una ciudad que se vuelve fantasma por unas horas.  Perdón, ¿a nadie? Es en esos momentos cuando si afinas los oídos los puedes escuchar, como espíritus danzando por un paraíso de monumentos levantados con piedras de otro costal, con caras de asombro, con mapas en las manos, y con la sana intención de no interrumpir el santo ritual de nuestra incomprendida siesta. Ellos ponen de su parte cada año para pasar inadvertidos, pero desconocen que su disfraz les delata: camisa de mangas cortas, estampadas o de cuadros; bermudas hasta las rodillas; mochilas a

El Título

Dicen los entendidos que los maestros, esos que disfrutan de las mejores vacaciones habidas y por haber, son aquellas personas que enseñan una ciencia, un arte o un oficio, y que además poseen un título para ello. Como conozco casi de primera mano esta afirmación, puedo decirles que estoy de acuerdo en casi todo lo mencionado, inclusive hasta en lo de las vacaciones, pero el gesto se me retuerce en cuanto se menciona eso de poseer un título, pues… ¿qué se sabe de la vida con apenas dos décadas de latidos? Todos los que hemos pasado por la Facultad de Ciencias de la Educación sabemos perfectamente que ese título, el que se recoge años más tarde puesto que el Rey tiene que entretenerse en fírmalos uno a uno, no tiene validez ninguna en el momento en el que la vida te da la alternativa para poder demostrar lo que sabes -y cómo lo sabes-, a una clase de niños y niñas, ya vengan ataviados con babis, ya vengan agobiados por los primeros barrillos. Esta sangría sí que deber