Podría contaros que la soledad es ese frío que recorre tu cuerpo cuando la luna pinta desalientos sobre las alcobas;
Podría deciros que la soledad es ese grito enrabietado que ni el propio eco devuelve por miedo a quedarse a oscuras.
Podría confesaros que la soledad es ese pellizco que acaricia el alma cuando te giras y ves que nadie ha pisado las huellas de tu camino.
Pero la Soledad, para todos los que estamos aquí, es mucho más que todo eso.
Durante algunos años en el salón de una casa de la zona sur, entre paredes con humedades, calichas en las esquinas y no más de treinta metros cuadrados, reinó el azulejo de una Virgen que -eternamente-, debía de llevar la Soledad hilvanada a su nombre.
Los encargados de tintar su rostro sobre aquella loza de cerámica le contaron una lágrima nueva surgida de sus ojos -rotos e hinchados de tanto sufrir-, cuando vieron acabado aquel trabajo.
Al verlo, desecharon aquel azulejo pues pensaron que sería un error de fábrica y nadie querría tenerlo en su poder sin reparar que aquella lágrima surgió del lagrimal de aquella Virgen cuando pensaba que su destino sería el escuchar –eternamente-, silencios y calamidades.
Pero una mañana de mayo aquel azulejo olvidado fue a cobijarse entre los brazos de una humilde familia que al ver que bajo su manto traía una buena nueva contrajeron la deuda eterna de quererla para siempre haciéndole olvidar el sabor de la soledad.
Y así, encargaron para este azulejo el mejor de los marcos posibles; lo colocaron con sumo cariño en el mejor lugar de la casa; y cada noche algún miembro de esta morada se despedía de el con un guiño pidiéndole que siempre le acompañara.
Por su parte, cada vez que la mañana se pintaba coloretes entre las macetas, la señora de este azulejo ponía el oído para escuchar las risas y los lamentos, los dimes y los diretes, los abrazos y los tormentos que iban conformando el día a día de esta familia que como podía iba recorriendo los renglones torcidos que a veces Dios traza en los surcos del aire.
Con el tiempo, aquella lágrima ahogada surgida de aquel pensamiento fue desapareciendo poco a poco pues la dueña de este azulejo se sentía como una más de la casa, borrándose del todo algunos años después cuando tuvo la suerte de ser el primer objeto que pisara las paredes de una nueva casa, de una nueva ilusión, de un nuevo hogar.
Ellos se anclaron a la Soledad, y la Soledad les tendió la mano para que juntos recorrieran los adoquines de la fe, esa que nos hace mirar un azulejo, un simple clavo o la fotografía de este cartel bajo la mirada de encontrarnos en ellos a la que le dio la vida al Hijo de Dios.
Madre y Señora de la Por-Vera…
Eternamente sostendrás
un clavo de su condena
pellizcándote las venas
con su recuerdo,… Soledad.
Madre y Señora de la Por-Vera…
Eternamente llevarás
un puñal entre tus manos
silenciando los arcanos
bajo estos cielos,… Soledad.
Madre y Señora de la Por-Vera…
Eternamente despertad
del sueño inacabado
de ver a Jesús anclado
sobre tu pecho,… Soledad.
Madre y Señora de la Por-Vera…
Eternamente llorarás
entre lágrimas de marfil
navegando como un candil
por tus mejillas,… Soledad.
Madre y Señora de la Por-Vera…
Eternamente entenderás
la Victoria de su nombre
el Hijo que se hizo Hombre
bajo tu Gloria,… Soledad.
A partir de ahora, que cada uno de los aquí presentes busque su propio azulejo.
Quizás lo encuentren en este cartel. Disfrútenlo.
Buenas tardes.
Presentación Cartel Grupo Acólitos Tarsus
15. marzo. 2014
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