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Mostrando entradas de junio, 2019

Mis niños...

Hace unos días, despedí de manera oficial a un grupo de alumnos de 4º de la ESO que eternamente se quedarán a vivir en mí. Mientras ellos se graduaban y daban por cerrada una etapa de sus vidas, yo los miraba con orgullo entre lágrimas, e imaginaba cómo será el mañana sin tenerlos cerquita.  Los he visto crecer. Los he acompañado de la mano por este sendero. He reído y he llorado con sus cosas, con sus abrazos, con sus locuras… En ellos encontré una nueva oportunidad de sentirme útil cuando Dios me pidió que hablara de nuevo en su nombre. Ellos son vida, alegría, llanto… todo lo que tienen que ser a esas edades en las que las miradas comienzan a endurecerse y los caminos comienzan a separarse; no perder nunca los lazos que os han unido durante trece años de cobijo en torno a Nuestra Señora del Rosario. Ellos son -en definitiva-, especiales porque desprenden luz sin saberlo y ayudan a que los demás brillemos de manera especial. Perdonarme mis años alejados

La Vida...

Tengo una amiga que lleva un tiempo viéndole el lado oscuro a la vida, y la otra tarde me empeñe en mostrarle la cara bonita de la misma. Fracasé en mi intento, pero no por ello me he rendido porque la vida es eso: caerse, sacudirse el polvo de las manos y seguir caminando. Es vivir un atardecer con los brazos de tu refugio protegiendo tu alma, es buscar una mirada cómplice entre la multitud, es saber que alguien te espera al otro lado de la cama. La vida es una canción que silabeas despacito cuando nadie te ve, es aquel libro que nunca acabaste de leer y que duerme en la mesita del tiempo, es aquella historia que - por miedos y cobardías-, no te diste la oportunidad de comenzar. La vida es perder, ganar, empatar en el último minuto; es reír, llorar, desnudarse entre risas y lágrimas; es tocar fondo, respirar por una orilla de sueños, otear el horizonte y escribir la palabra esperanza al lado de la palabra felicidad.    La vida es no saber cómo pedirle perdón a

De manera irracional...

                    Ana se quedó mirando a Roberto de soslayo, dándose cuenta de que los ojos de éste temblaban al garabatear sobre la arena el nombre de su madre mientras el sol se ponía sobre el horizonte centinela de La Caleta. En la orilla, unos niños coqueteaban con las olas del mar mientras el mar se despedía sin querer hacerlo de la ciudad de los estribillos. Por su cabeza, mil cuestiones buscaban otras tantas respuestas hasta que, subrayando el nombre de Victoria, le susurró. -   ¿De verdad estabas enamorado de mi madre? Y Roberto, buscando la mirada de Ana con ternura y volviendo a mirar al mar con nostalgia, le confeso… - Nunca supe conjugar el verbo amar hasta que escribí todas sus posibles formas sobre la espalda desnuda de tu madre con la tinta indeleble de mi lengua una tarde verano. El sol caía a plomo como lo está haciendo ahora, y ambos nos devoramos, nos deshojamos, nos entregamos a una pasión que al fin pudo liberarse del yugo de nuestros miedos.