Cuando el
verdugo descubrió la cabeza de aquel último reo, el asombro se apoderó de
aquella plaza que sólo quería ver derramar sangre en cuanto el sol se acercase
a las doce del mediodía.
Creo recordar
que esto sucedió un 24 de mayo.
Ese año la
primavera no tuvo prisa en llegar. Los que se preciaban de conocerla relataban
que se entretuvo por el camino más de la cuenta. Andaba enamorada, y a muchos amantes
la espera se les hizo eterna pues esperaban ansiosos poder deshojar margaritas sin
que el aire las esparciese con los primeros suspiros.
Ella también sintió
la sorpresa corretear por sus adentros cuando se supo finalmente quién era
aquel condenado.
Durante semanas
se estuvo hablando de él. Las lenguas que creían saberlo todo, esas que tienen
miedo a que los demás sepamos que sus latidos están envenenados de envidias, exageraban
por día que pasaban, con el único deseo de seguir escupiendo sobre su historia,
sin saber que con sus palabras lo que estaban consiguiendo era abonar el
terreno para que la leyenda fuera creciendo y las hazañas que de él se contaban
quedaran enmarcadas en el recuerdo de la admiración.
Pero nadie pudo
imaginar que aquel rostro que tantas mentiras levantó, que tantas invenciones
tuvo que soportar, que tantas farsas tuvo que sortear era el que se escondía
detrás de esa capucha anónima.
Hasta que el
alcaide subió al último peldaño del cadalso y comenzó a leer aquella sentencia
de muerte. Éste saboreó cada párrafo vertido sobre aquel pergamino,
regocijándose en cada espacio, disfrutando en cada punto y aparte, y cuando le
pidió al verdugo que desvelara la identidad de aquel rebelde sin causa, espetó la
risa más perversa que aquella plazoleta escuchó jamás.
Pero para su sorpresa,
nadie le acompañó en su alegría, puesto que el silencio apaciguó los deseos y
la sed de venganza de aquella turba descabezada.
Se miraron unos
a otros y nadie se podía creer que ese joven aprendiz de maestro perdería su
vida aquella mañana entre injurias y calumnias, simplemente por demostrar a
cada paso que daba, en cada acto que hacía, en cada abrazo que regalaba, que
era a
Ella a la que amaba sobre todas las cosas, por el simple hecho de haberlo
hecho todo.
Pero todo estaba
dispuesto.
La soga comenzó
a envolver el cuello de aquel inculpado, y en el tiempo que tardaron en
estirarla, sesgó para siempre aquella vida sobre aquel entramado de madera; hubo
algunos vencejos que sintieron el pasmo sobre sus picos, pero no fueron capaces
de decir absolutamente nada.
Como la mayoría
de los allí presentes, que apenas levantaron la voz cuando se escuchó el silbido de la muerte golpear
los adoquines de la plaza.
Pero como una
señal del destino, todos sintieron el alivio al encontrar bañada sobre pétalos
de sangre aquella presea que le protegió durante toda su vida, y en la que se
podía leer la leyenda simplemente, ella.
Y en aquel
momento, el cielo fue el que comenzó a reír al recibir a un salesiano más
franquear las puertas de su gloria.
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