Cuenta
una vieja leyenda que las rosas rojas también lloran; aquellos que lo han
escuchado dicen que es un llanto amargo, abatido, triste, y que se produce
cuando uno de sus pétalos decide soltarle la mano para comenzar a volar lejos
de su tallo.
Junto a ellos es
donde arropa su fragancia, ese aroma que inunda el alma del aire; donde acuna
por las noches los sueños, esos que se ocultan bajo el sol de media tarde;
donde engaña a la luna cuando ésta se viste de trovadora, buscando de sus labios
el reflejo con el que enamorarse.
La leyenda que guarda
sobre sus espaldas la rosa más bella del mundo esconde algo parecido.
Vino a germinar en
esta ciudad a mediados del mes de mayo, y floreció entre plazas de abastos y
manzanillas. Sus raíces crecieron a base de creer en sí misma, en una pequeña
rosaleda donde la humedad se colaba por las ventanas, donde nunca hubo espacio
para todos y donde su carácter se fue forjando en la fragua de la fe para que
nadie jamás la pisoteara.
Su pequeño cuerpo
está grabado por las cicatrices que dejaron en su piel las espinas de las
ausencias, su voz recobra la alegría cada vez que oye las primeras palabras de un
pequeño príncipe de ojos azules y siente el orgullo cabalgar por su cuerpo
cuando osa despertar por las mañanas a la que en su día le devolvió la vida.
Una vida que
últimamente algunos pretenden pisotear, algunos pretenden que se apague, algunos
pretenden que no vuelva a brillar más, pero ella tiene fuerzas de sobra para dejarles
bien claro que no fue flor de un día.
Como ven, me
conozco bien su historia porque su destino es mi destino, porque su sangre es
mi sangre, y porque este simple pétalo - reconvertido hoy en escribano- no pudo
haber nacido de otra que no fuera la rosa más bella del mundo.
Feliz día de la
Madre.
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