Y un día te miras en el espejo del baño, y lo que ves no te asusta.
Te empiezas a mimar. A cuidar. A amar.
El reloj de arena de la entrada ya no duele, y tus libros, eso que andaban preocupados por tus huellas, repliegan sus palabras con alivio al verte sonreír de nuevo.
Pones un mensaje y ya no tienes que medir tus silencios.
Palpas las heridas de tu alma, y sientes cómo se van cicatrizando los quereres del ayer.
Vuelves a calzarte con poemas y estribillos, y el sol se despide de ti con un rayo de calor en su mirada.
Ahora tienes a la soledad como compañera de viaje, y ella escucha lo que tu sientes cuando juntos paseáis por vuestras playas de invierno.
La cama siempre la tienes hecha.
Hay una cerveza bien fría en la nevera por si alguien quiere brindar contigo.
Y en tu escritorio duerme un folio desnudo cada madrugada para juntar letras e ilusiones.
De vez en cuando vuelves la cabeza hacia el camino recorrido, y respiras sabiendo que hiciste lo que hiciste en cada recodo de la mejor manera posible.
Sigues viviendo en la misma casa, pero las paredes albergan otras fotos.
Sigues teniendo el mismo número de teléfono, pero ya no dependes de él.
Sigues teniendo el mismo nombre, aunque nadie te llame para saber cómo estas.
Pero no eres la misma persona; si acaso tus ojos tienen el mismo color, pero poco a poco han comenzado a brillar de manera diferente.
Te ha costado.
Te está costando.
Pero tienes que volar.
Así que, vuela.
Que te queda mucha vida por vivir.
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