De pequeño quise ser periodista, pero la vida me arrancó ese sueño por 3 centésimas una mañana de verano.
Y quise ser periodista por tres motivos:
El primero era para contar conflictos de guerra como lo hacía Arturo Pérez Reverte.
El segundo era contar gestas imposibles de ciclistas míticos haya en los Pirineos o haya en los Alpes.
Y el tercero para contarle al mundo cómo Dios se va desangrando por las calles de Jerez cuando la Luna de Nisan llora marchas y espasmos.
Es una espina que tengo clavada en mi alma y que, aunque pasado el tiempo logré narrar pasajes de mi Semana Santa para algunos medios, aun duele.
Y duele porque le debo mucho a la radio.
Y duele porque siempre camino con unos casquichis y una radio cerca de mí.
Y duele porque quise ser periodista para contar a media voz historias con las que el corazón se desvelara, y caí en la trampa de que tras un micrófono, lo que desvelé fueron mis latidos y mis ilusiones.
La radio es magia, es compañía, es ese abrazo con el que la soledad no puede, no gana, no vence.
Cuando tuve un micrófono delante de mí, me di cuenta de que hay amores que son inmortales, y el que yo siento por la radio, va más allá de los tiempos y de las modas.
Con ella me vacié, con ella me descubrí, y con ella hasta me enamoré.
Quizás habría que desempolvar la voz, encender el botoncito de inicio y dejar que la radio vuelva a ser de nuevo mi compañera de viaje.
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