Cuando el Hijo de Dios tomó entre sus manos ese trozo de madera en el que expiraría para siempre sus agonías, la tierra se secó por dentro.
Días antes, alguien lo tuvo que extirpar del suelo, separarlo de sus raíces y convertirlo, sin él saberlo, en un leño sagrado, en una mortaja de alientos, en una sombra de sufrimientos.
Desde el silencio de sus betas y sus barnices, esa madera vio como la condena más injusta y necesaria para la humanidad se había consumado.
Y desde que Jesús la tomó entre sus brazos, quiso acariciar ese dolor y hacerle más suave si cabe ese vía crucis de espinas, esos latigazos de miedo, esos encuentros por las esquinas.
Dios abrazó esa cruz, como el que abraza a una madre cuando todo a su alrededor es un incendio de furia.
Dios abrazó esa cruz, sabiendo que sobre ella perdería la vida, perdería los suspiros, perdería el sentido y los por qué.
Dios abrazó esa cruz, y el mundo dejó de latir, dejó de respirar, dejó de existir…
Dejó de ser, dejó de estar, dejó de vivir…
Dejó de mirar, dejó de hablar, dejó de reír…
Los suspiros del Hijo del Cielo claudicaron sobre las astillas y los nudos de esa madera para que las Escrituras se cumplieran a rajatabla y su batalla abrió de par en par las nubes de los horizontes.
Las últimas palabras de agonía de Jesucristo retumbaron en las sombras de esa cruz como una bandera ajada y rendida al aire.
Y la muerte se alojó en ella como un bálsamo de aceite, de sangre y de carne.
La primavera tembló
entre un llanto de bandera
mientras su cuerpo quebró
y el dolor se desdobló
sobre una cruz de madera.
Esa cruz de madera es el camino que araña las baldosas del silencio para oír hablar a Dios.
Esa cruz de madera lleva cosida en sus adentros todos los rezos que alguna vez se perdieron por los labios de un corazón que sólo sabe rezar a contratiempo.
Esa cruz de madera sabe de ti y de mí lo que no está en sus escritos, pero que, si nos damos la mano, podríamos escribirlos juntos.
El cielo se reveló
como un grito de frontera
y el tiempo se congeló
se mudó y se rebeló
sobre una cruz de madera.
Cada vez que veo esa cruz, me convulsionan las tripas al pensar que en ella está el final de mis principios.
Cada vez que veo esa cruz, guardo latidos de culpa.
Cada vez que veo esa cruz, veo a Dios perderse en sus sufrimientos, en sus tormentos, en mis disculpas, … esas que son de barro, esas que no sé pronuncian…
Nadie supo tu destino
ni el porqué de tus quebrantos
nadie supo tus espantos
ni quisieron tu Camino
ese que convierte en vino
las sombras de las hogueras
las matitas prisioneras
y el manto de los olores
dibujando sobre flores
nuestra fe más verdadera.
Los huesos de mis creencias
se desgarran al mirarte
y sólo saben besarte
para pedirte clemencia
dejando que Tus esencias
se conviertan en clamor
de un bendito desamor
entre la muerte y la vida
descosiéndose la herida
al macerarse tu Amor.
Hacia el Monte del Calvario
camina Dios con mis penas
soltando así las cadenas
que enlazan nuestros rosarios
edificando un Sagrario
que nos sirve de barrera
para quererlo de veras
entre anversos y reversos
de un manojito de versos
que se tiñen de madera.
La madera y la cruz del Señor…
La cruz y la madera del mejor de los nacidos…
Que nadie nos la quite nunca…
Porque ella fue, sin duda alguna, a la que esa muerte la impregnó de sentido.
FOTO: Jesus Manuel Guitarte
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