Paso a diario por un cajero, y siempre me lo encuentro ahí, despojado de hipoteca y ajeno al ritmo que la vida se empeña en seguir ofreciéndonos.
Desconozco su nombre, su habla y su patria.
Le acompaña un perro cansado por los años y con la mirada resignada; supongo que ambos se hacen compañía cuando la soledad se presenta al descorrerse la madrugada.
Él apenas sabe que existo y mucho menos que me quedo mirándolo mientras pienso en el millonario que Aragón dibujó para volver al Falla y dar un golpe en la mesa y llevarse así un primero.
Aquel millonario se bebía la vida a sorbos. Sabía que el tiempo era un tesoro que jamás regresaba. Las dentelladas que le quedaban por dar las masticaba entre pasodobles y cuartetas inmortales.
Mi millonario apenas tiene fuerzas para sonreír. El día a día es un atropello de horas sin cuerda. El sueño es el único compañero que no le hace preguntas incomodas.
Si de Aragón aprendí algo, fue precisamente a mirar a través de sus personajes el mundo que cada día se despierta ante mi ventana.
Y aunque su mensaje literario va directo a la femoral de los sentidos, la realidad es cruda, cruel, vengativa…
¿Qué le habrá llevado a ese hombre a mendigar sobre el asfalto de esta sociedad ruin y miserable?
¿Qué historia esconderán las cicatrices que esconde entre harapos y basura?
¿Qué espera de la vida alguien cuya vida se basa en eso precisamente… esperar?
Ojalá algún día, cuando nos crucemos las miradas, sienta que en sus ojos anida la locura y que de pobre él tiene muy pero que muy poco.
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