En
las alforjas de los suspiros es donde uno va enmarcando recuerdos, gemidos, sonrisas;
historias, nervios, miradas; besos, abrazos, caricias;…
Conforma el rincón más
íntimo de nuestra biografía, ese que no compartimos con nadie por miedo a que
nos traicionen, y como el mejor escondrijo de nuestra infancia, pocos pueden
penetrar en el a menos que un candil de confianza rompa la oscuridad del tiempo.
Cada uno lo organiza,
lo decora, lo engalana como buenamente puede, o como buenamente quiere.
Los hay que prefieren
dejar en la parte de abajo de ese escondite las lágrimas, con la idea de que
broten lo más tarde posible al recordar algo; sé de gente que anuda el orgullo
tras el pomo de la puerta, para no tener nunca que encontrárselo de frente; y
conozco a una persona a la que hace poco volví a abrazar que ha dejado ese
gesto cerca de la papelera del olvido.
Si me acompañan a mi
escondite, háganlo con la luz tenue de la tarde; al fondo, tras la ultimas
puerta, en la última ventana de la izquierda podrán ver, amarrados a la cuerda
de una persiana morada, el nombre de las personas que ya no cobijan mis miedos.
Hoy me van a permitir
que les hable del de Teresa.
Teresa tapizaba mis
tardes con pasillos salpicados de virutas de chocolates y barandas de caramelos,
manjares que escondíamos bajo un delantal de cuadros para compartirlos en el
escalón de la vecina cuando la primavera refrescaba los sueños.
Teresa era la respuesta
a tantos por qué, la razón para volver siempre a casa, el portazo que se daba
la soledad en la frente al golpearse los nudillos sobre mi puerta.
Teresa era un todo
donde nada me faltaba; era el acento al compás de mis palabras; era ese brazo
que jamás me abandonaba.
Pero, cuando empecé a
robarle los primeros besos al alba, las primeras caricias a las quimeras, las
primeras huellas a la noche, Teresa tuvo que soltarme la mano.
Fue ley de vida.
Me contaron que su
corazón andaba con paso lento, arrastrándose de cansancio, moldeando latidos
con pinceles bañados en espuma de playa con sabor a marisma, hasta que una fría
mañana de enero guardó silencio para siempre.
Desde ese día llevo
hilvanado su nombre a mis costuras, sabiendo que es su mano esa cuerda que impide
que mi cabeza se agache; sabiendo que es su voz la que me susurra nanas cuando
el dolor me aprisiona; sabiendo que son sus alas las que juguetean con mis
repelucos cuando todo a mi alrededor permanece inmóvil.
Me quedó tanto por
aprender de sus arrugas, de sus babuchas oscuras, de su gafas de pasta; de su
hábito carmelita, de las discusiones con mi padre, de las riñas con su hermana;
de sus silencios, de su ternura, de su devoción por no guardarse nada.
Y hoy, dieciséis de
julio, daría lo que no tengo por volver a beber de su fe, esa que no pierde el
tiempo en discutir sobre bandas, contratos o martillos; esa que desconoce los
caprichos de las nubes y no fusila al mensajero; esa que se pone a bien con
Dios, rezándole un rosario de rodillas y comulgando su forma con las manos
inquietas por no tocarlo.
Esa es la fe verdadera,
la que esta tarde saldrá a la calle para que la Reina del Carmelo no camine
sola, la que golpeará con sus abanicos el pecho de sus preocupaciones, las que
piden por nosotros olvidándose de pedir únicamente por ellas.
Esa es la fe verdadera,
la que presume de creer en un escapulario de tirabuzones, la que vence al tedio
y al sudor con un simple vaso de agua, la que deja en manos del destino lo que
el destino tiene marcado sobre nosotros.
Esa es fe verdadera,…y
a esa fe quisiera agarrarme cada vez que pronuncio el nombre de Teresa, mi abuela
Teresa.
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