Hace unos días, en una clase de tres añitos, un par de
inocentes alumnos me dieron una lección de esas que a cualquier persona debe de
zarandearla por dentro y cicatrizarla por fuera.
Uno
se tropezó con la mesa, el otro se acercó para secarle el llanto y a ambos se
les dibujó una sonrisa de felicidad plena.
Fue
un instante tierno, empático, humanitario. Un gesto natural y sencillo. Una
señal solidaria.
Si
esto mismo le hubiera pasado a un par de adultos, muy probablemente el primero
hubiera reprimido esas lágrimas de dolor y el segundo se hubiera reservado el
consuelo, porque tenemos la creencia que el llorar en público es una señal de
debilidad, cuando realmente es nuestra válvula de escape.
Si
nos reprimimos el llanto y no derramamos esas lágrimas cuando lo necesitamos,
probablemente esa emoción se manifestará de forma más incontrolable.
Y
a mí me gusta hacerles caso a mis emociones, y suelo llorar cuando el cuerpo me
pide hacerlo, y no me importa que sea en público o en privado.
Lloro
de emoción o de rabia. De felicidad o de preocupación. De alegría o de
tormento.
Lloro
con marchas procesionales que me pellizcan el alma, con sonetos dedicados a la
Amargura o cuando recuerdo a mis ángeles de la guarda.
Lloro
porque no soy débil, porque no tengo que ocultarme de nada ni de nadie, porque
soy una persona de carne y hueso.
A
estas alturas de mi vida, no me las guardo y no me las suelo secar. Me gusta
esa sensación de liberarme por dentro y de sentir cómo los poros de mi piel se
van limpiando y volviendo a su sitio.
Así
que, si necesitas llorar, hazlo; y si me ves llorando, no te asustes y tiéndeme
tu mirada.
Recuerda,
un océano que te ahoga por dentro puedes liberarlo con la llave de una simple
lágrima.
Foto: Miguel Guerrero
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