Siempre he pensado que la felicidad es un leve
suspiro que atraviesa nuestro cuerpo de arriba a abajo y que al abandonarnos dibuja
un moratón en forma de rescoldo a la altura de los huesos del esternón.
Se
trata de unos instantes que son efímeros, breves, pasajeros… llamas que
crepitan en silencio cuando cerramos los ojos y nos damos una vuelta por la barandilla
de nuestros recuerdos.
La
tarde del pasado sábado es uno de esos instantes de felicidad que van a quedar
enmarcados para siempre en torno a mi memoria, ya que tras quince años de
espera al fin me topé con el Pregón de
la Semana Santa de Carlos Herrera.
Y
no podía ser en otra ciudad que no fuera la vieja Cádiz…
Corría
el año 2001 cuando Herrera se enfundó
en un chaqué de versos y vivencias para declararle su amor incondicional a la
ciudad que cuenta las primaveras a la velocidad del óleo desde el atril del Teatro Maestranza.
Justo
en el momento en el que los folios alumbraban con sus párrafos el rostro de la Virgen
de la Candelaria, este simple junta letras se subía a un autobús con un par de
maletas repleta de sueños sin desembalar y sin billete de vuelta en la cartera,
poniendo fin a una preciosa aventura de juventud.
Al
pregón de Herrera le debo el
descubrir la Semana Santa que habita en los barrios, aquella que él nos descubrió
a los que la vemos con ojos forasteros, aquella de los repelucos, las
nostalgias y las arrugas del tiempo.
Le
debo emocionarme con los latidos de la joven Granada, secarme el aliento cada
vez que veo morir al Cachorro y entender
que el Cristo que mis huellas persiguen fue el hijo de un humilde carpintero
que con su sangre perdonó a sus enemigos.
Y
le debo -sin él pretenderlo-, aceptar que mi amor por Sevilla eternamente fue,
es y será un amor de perfil.
Atentamente,
gracias Carlos.
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