Desde pequeño se empeñan en repetirnos que la vida
es maravillosa, que apenas son dos amaneceres y que tenemos que ser nosotros
mismos a cada segundo, a cada instante… porque si no, la propia vida se nos
escapa de entre las manos.
Pero
por desgracia algunos días respirar cuesta mucho trabajo.
Cuesta
porque la vida es el alambre por donde caminamos los seres humanos, y no hay
peor huella en este mundo que la de la propia humanidad.
Cuesta
porque tendemos a pisotear la cabeza del prójimo cuando el miedo se alía con la
envidia y los reproches.
Y
cuesta porque no sabemos pedir perdón, ni agachar la cabeza, ni reconocer
nuestros errores,… y el tiempo va enquistando en humedades los cerrojos del
orgullo.
Pero
a pesar de todos estos desencantos, hay momentos que merecen la pena vivir.
Son
aquellos que caben en una caja de cartón, como el primer beso robado de la
persona que amas, como la mirada de tu padre la primera vez que te caíste de
pequeño, o aquel abrazo eterno que te
dieron tus amigos cuando la soledad jugueteaba con el frío de las noches.
Es
en esa caja donde cada uno de nosotros va guardando las canciones que más nos
hacen sentir, las inquietudes con las que rellenamos nuestro tiempo libre, los
suspiros que pocas veces van a parar al fondo del mar.
En
las esquinas de esa caja, algunos sueños van cogiendo polvo al quedarse
rezagados,… y otros son tan grandes que hay que cambiar de caja para poder
guardarlos.
Habrá
papeles con fechas, agendas repletas de tachones, libros pendientes por leer; cicatrices
que jamás supurarán, espejos que apenas queramos mirar, mensajes imposibles de
olvidar; habrá fotografías ausentes, rezos y secretos confidentes, lugares
pendientes de visitar;…
Y
habrá olores, sensaciones, nostalgias; consejos, sonrisas, lágrimas; versos,
poemas, palabras;…
Y
ahora dime ¿tú qué guardas en esa caja?
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