Si hay una palabra que suene a despedida, esa es la palabra adiós; y si sabes que esa despedida va a ser eterna, ese maldito acento atraviesa tu garganta cada vez que la pronuncias.
Y yo -por mucho que pase el tiempo-, no me acostumbro a pronunciarla.
Por desgracia ya nos hemos enfrentado alguna vez que otra.
Se lo que implica decirla, escribirla, pensarla,… y se todo lo que esa palabra provoca en mi mente cuando se pierde por la comisura de mis labios.
Figura en mi lista negra de las cosas que le eche en cara a mi Creador cuando ajustemos cuentas allí arriba.
Decir adiós… eternamente…
Es como el peaje que tenemos que pagar por vivir, por respirar, por amar.
Es la letra pequeña de este contrato que firmamos con la tinta del cordón umbilical que nos une a nuestros padres, a nuestra familia, a las entrañas de nuestra sociedad.
Su trazo pone fin a toda historia; es la última mirada al abismo de las preguntas; es la certeza de que no somos nada.
Dices adiós… eternamente,… y nuestra piel es recorrida por aromas con sabor a frío; con terciopelos hilvanados a desiertos; con interrogantes carentes de sentido…
Dices adiós… eternamente,… y un aire tibio recorre los espejos de la noche, devolviendo sombras que conscientemente queremos ver reflejadas.
Dices adiós… eternamente,… y la ves caminar por los pasillos de la memoria -de puntillas-, llenando el hueco de pisadas que uno nunca más volverá a sentir cerca.
Aceptar esa palabra es hacerte mayor de golpe. Dejar a un lado los juegos de la infancia. Cumplir con los demás y con uno mismo, a sabiendas de que después de escucharla,… ya nada será igual.
Y para colmo suele presentarse con el traje envuelto en lágrimas, ese surco que despedaza los latidos del alma.
Ojalá tarde un tiempo en volver a pronunciarte…
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