De lo sucedido días atrás en la redacción del
semanario parisino Charlie Hebdo, saco tres conclusiones.
La
primera es que el ojo humano está tan viciado de violencia y de barbarie, que quemar
a alguien a quemarropa ya no nos asusta como antaño.
La
segunda es lo culta que es la gente, pues todo el mundo conocía esta revista
francesa y el contenido de sus editoriales.
Y
la tercera - quizás la más importante-, es que la libertad de expresión es una
bandera que ondea al viento de los intereses de uno mismo cuando más nos
conviene.
Dios
me libre de ser analista político o contertulio sabelotodo, pero desde mi
ventana la cosa se ve de manera muy simple.
Unos
periodistas se mofan en sus portadas de Mahoma, y unos cuantos fanáticos
musulmanes hacen efectiva su venganza asesinando a todo aquel que se pusiera
por delante.
Distintas
armas a utilizar en el juego de la democracia.
Cuando
yo era pequeño, aprendí rápido con quien podía meterme en el patio del colegio
o a quien podía gastarle bromas en mi calle; si yo provocaba al más grande,
probablemente el más grande obrara en consecuencia hacia mí.
Pues
esto es lo mismo.
En
nuestro país de pandereta y con nuestra
religión esto no pasaría ni de coña,
puesto que tenemos tan asumido que debemos de poner la otra mejilla, que si alguien
se cachondea de nuestra fe, al final somos nosotros los que pedimos perdón por
creer en el Espíritu Santo.
Pero
la visión que hacen algunos islamistas de los preceptos de su religión es
extrema, sesgada e interesada.
Que
nadie me tilde de hacer apología del terrorismo, puesto que soy libre de pensar
así.
Al
final, si tú caminas descalzo por el alambre de la libertad de expresión, puede que al caerte al vacío te haga más daño
la ignorancia que el propio suelo.
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