Francisco Narváez “Kiko” taconeaba sobre un tapete verde cada vez que se calzaba unas botas de fútbol.
Él no jugaba, él enamoraba a la pelota y al público en general cada vez que henchía su pecho para controlarla o cada vez que aguantaba a los rivales mientras sus compañeros llegaban hasta el faro de su altura.
Cuando eso sucedía, Kiko se hacía grande y él aprovechaba para abulerar un pase, para amagar con un desmarque o para lanzar flechas de arquero al corazón de una portería de fútbol.
Tenía duende en sus movimientos.
Arte en sus venas.
Fútbol de calle que sólo te da la calle, donde la picardía te daba de merendar y los churretes se entrelazaban con las postillas de las rodillas.
Ver jugar a Kiko era recibir un pellizco en la sombra de la piel y que se te escapara un “ole” al verlo rematar con ese descaro y esa mirada que el jerezano llevaba en sus adentros y que enamoró a los cuatro costados del planeta balompié.
Si el flamenco se aprendiera en las escuelas, que sólo se graduaran los que fueran sobrado de compás.
Y si en el fútbol alguien tenía compás para dar y regalar, ese fue Kiko, el que sin bata de cola ni corales maravilleó al mundo para que el mundo viera a un gitano detener el tiempo con una pelota en los pies.
Compadre, que bueno fuiste…
Querido Kiko, que sepas que aún estoy celebrando por las calles tu gol olímpico de Barcelona…
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