En las frías noches de invierno, cuando la ciudad busca el calor de los braseros, un calambre y una ilusión les hace buscar del altillo sus viejas ropas de costaleros.
Nadie sabe lo que les mueve, pero algo se precipita en sus adentros para fajarse los sueños entre amigos de fatigas, para alpargatear las calles bajo voces de mando, para dar un testimonio silente de fe que va más allá de izquierdos y levantás.
Solo ellos y sus almas saben sus motivos arcanos para obedecer, para servir, para llevarnos al Hijo de Dios y a su Madre bendita a rezarle una vez al año fuera de sus altares.
Solo ellos y sus molías, o sus costales, se reconocen en sudores, promesas y quimeras que les hace vivir, bajo ese mundo de las trabajaderas, conversaciones con el Dios de sus adentros.
Los costaleros son titanes que, efímeramente, dibujan pellizcos sobre nuestras retinas para despertar, para agradecer, para encomendarnos a lo que creemos, a lo que necesitamos, a lo que nos hace respirar cuando los jipíos son el pan nuestro de cada día.
Sin ellos, nuestra fe seguiría intacta y convencida en el cielo de lo imposible, pero gracias a ellos, nuestra fe se cuela por nuestros huesos, desembarca en los tendones y se queda a vivir en los zaguanes de nuestra existencia.
Son privilegiados que mantienen conversaciones a pecho descubierto con aquello en lo que creen.
Son escogidos para relatar historias de amor o de desamor entre balcones y miradas.
Son el remedio a muchos males que la ciudad tiene en sus costuras cuando rachean la Gloria como un sueño de primavera.
Creemos que caminan a ciegas, y su ceguera se acomoda a la nuestra cuando nos persignamos a su paso.
Tras su esfuerzo, su dedicación y su empeño en hacer las cosas bien, hay un rito de años, una forma antigua de desempolvar lo que fuimos, una manera maravillosa de asumir que Dios, sin el hombre, seguiría siendo Dios, pero carecería de cicatrices y silencios.
Silencios que se quedan despiertos a la espera de relevar a compañeros en cuadrantes mudos.
Cicatrices que florecen en cuellos que son el final del principio. El orgullo de lo vivido. La sombra de lo sudado.
A Dios le basta una cuadrilla para reflejarse en los espejos callados de su grandeza.
A una cuadrilla le basta un capataz para hacer camino al andar.
Y a un capataz le basta un puñado de costaleros para hacer que la locura de nuestras agonías se vuelvan esperanzas.
Que nunca nos falten los costaleros, porque entonces el tiempo envenenaría a nuestra memoria.
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